En 2020, China se convirtió en el mayor inversionista global. Por primera vez en la historia, una economía emergente se consolidó como el principal acreedor bilateral del mundo. Ciertamente, en el resto de los países se experimentó un retroceso económico a raíz de la crisis por el nuevo coronavirus. Pero, con la excepción de China, todas las economías del G-20 obtuvieron tasas de crecimiento negativas durante el primer año de la pandemia. En este contexto, más de un país buscará un acercamiento con el gigante asiático en aras de mejorar su posición económica. Sin embargo, para aprovechar la oportunidad histórica, se deberá identificar atinadamente las implicaciones económicas a largo plazo de contraer deuda con Beijing y el riesgo geopolítico que representa.
La obra cumbre de la literatura alemana, el Fausto de Goethe, relata la historia de un hombre que accede a renunciar a sus principios y entregar su alma a Mefistófeles, un espíritu diabólico, a cambio de poder y placeres materiales. En una posición análoga, la región de América Latina y el Caribe, una de las más golpeadas por la Covid19, se verá obligada a atraer inversión extranjera a la región, como catalizador de una recuperación económica sostenible. Sin embargo, tanto la crisis sanitaria, como las nuevas presiones inflacionarias a raíz de las tensiones geopolíticas, puede orillar a tomar decisiones precipitadas y de corto plazo, especialmente si éstas van aparejadas a los ciclos electorales en las -frágiles- democracias de la región. Ante una recuperación prolongada y asincrónica, varios gobiernos se verán tentados a pactar con China para respaldar sus finanzas públicas. La problemática recae en que, ante la urgencia, podrían aceptarse condiciones no favorables a largo plazo, incluyendo como posibilidad, una alineación completa con Beijing. Con toda seguridad, minimizar a Estados Unidos en favor de China en áreas de sensibilidad estratégica como las del ámbito tecnológico, empujaría hacia un escenario de inestabilidad regional.
En las últimas décadas, varios países en América Latina y el Caribe han optado por recurrir a los créditos chinos, por encima de otras instancias internacionales como el FMI o el Banco Mundial. Stephen Kaplan, profesor de la Universidad George Washington, sostiene que esta predilección se explica por dos motivos principales. En primer lugar, porque el horizonte de vencimiento de los préstamos chinos es a mayor plazo que aquel de los acreedores tradicionales, y por lo tanto permite a los gobiernos deudores mayor flexibilidad para implementar proyectos de desarrollo.
En segundo, porque a diferencia del financiamiento de los organismos multilaterales, los créditos chinos son más laxos en cuanto al escrutinio. Si bien requieren que los préstamos sean respaldados por materias primas, como el petróleo, la banca china no exige criterios de disciplina fiscal, ni presenta objeciones ante la existencia de números rojos en las cuentas nacionales de los prestatarios. El riesgo de este tipo de créditos es que pueden traducirse en altos niveles de endeudamiento. De hecho, varios estudios demuestran que históricamente los préstamos bilaterales de China están asociados con mayores déficits fiscales. Previo a la pandemia, el espacio fiscal en la región ya era bastante limitado. Por ende, añadir una mayor carga impositiva podría resultar en un paliativo más costoso que la propia enfermedad. Además, debemos añadir la indiscutible posibilidad que varios gobiernos caerán en el impulso político de asignar estos fondos a inversiones de baja rentabilidad, pero de alto rédito electoral. Sin considerar, que se estaría hipotecando el desarrollo futuro de su sociedad.
Para China, es muy claro que América Latina es un espacio heterogéneo y por ello sus intereses difieren entre países. A inicios de siglo, su inversión estaba marcada específicamente hacia industrias extractivas o de bienes primarios. Pero, a medida que la economía asiática se ha ido sofisticando, la composición de sus fuentes de productividad también ha evolucionado. Esta transformación la ha empujado a diversificar sus inversiones hacia nuevos sectores como las energías renovables, telecomunicaciones y transporte. Algunos de estos proyectos forman parte de iniciativa de la “Ruta de la Seda Digital”, un componente de la estrategia global de la Franja y la Ruta. Una macro-iniciativa a través de la cual se plantea desarrollar infraestructura digital y promover nuevas tecnologías como 5G, blockchain y seguridad de datos.
Esta presencia en ascenso de China en América Latina (y en el mundo) se ha convertido en foco de atención para Estados Unidos. De hecho, al ser de los escasos temas en dónde existe consenso bipartidista en Washington, se torna ágil la implementación de políticas que buscan limitar la expansión de Beijing. En los últimos años, Estados Unidos ha desplegado una contra-estrategia que involucra distintas medidas económicas e institucionales que van desde la coerción comercial -como la guerra de aranceles y control de exportaciones- hasta el diseño de una red de alianzas internacionales entre democracias. En materia de inversión, en 2019 se creó la Corporación de Desarrollo Financiero Internacional, una institución del gobierno estadounidense que pretende actuar como alternativa a la banca de desarrollo asiática. Entre sus primeros clientes en América Latina está el gobierno de Ecuador, pues dicha corporación se comprometió a comprar parte de su deuda con Beijing, a cambio de limitar la influencia tecnológica de empresas chinas en su territorio.
Este último punto es medular, pues el corazón de la disputa por la hegemonía global entre Estados Unidos y China, es tecnológica. Tanto la creación de instituciones financieras como las tácticas de diplomacia coercitiva son elementos de una misma estrategia diseñada desde Washington para contrarrestar a Beijing. Y como en otros episodios en la historia, los países de América Latina se verán emplazados en medio de esta contienda geopolítica.
Sin duda, hay una oportunidad para que América Latina y el Caribe salga del círculo no-virtuoso de la re-primarización de las economías y emprenda un salto tecnológico. Y el capital chino es una variable indispensable en esta ecuación. Para aprovechar la coyuntura e insertarse exitosamente en la nueva dinámica global, los países de la región deberán acercarse financieramente a Beijing tomando en cuenta dos consideraciones. Primera, que la región de América Latina y el Caribe está dentro del cordón de seguridad de Washington. Segunda, en lugar de fomentar clientelas populistas, los gobiernos locales deberán orientar los empréstitos internacionales hacia la promoción y el desarrollo de nuevas áreas de competitividad, como el incremento de las habilidades tecnológicas y digitales de la población. Hoy puede resultar atractivo y hasta ineludible adherirse económica y diplomáticamente a China, pero también puede convertirse en un pacto fáustico si las tensiones con Estados Unidos continúan en ascenso, o si los fondos son malversados.
A la postre, se debe reconocer que fincar en China, en Estados Unidos o en sus cláusulas, la entera responsabilidad de los problemas estructurales de la región ha sido un recurso político convenenciero. La evidencia demuestra que cuando se elevan los estándares, se fortalece el estado de derecho y se garantizan libertades, las sociedades prosperan. En otras palabras, la competitividad de América Latina y el Caribe y su inserción en un mundo cada vez más globalizado, dependerá de más, y no menos, democracia.
@renata_zilli