Ninguna relación entre dos países es más importante para el futuro del mundo que la establecida entre Estados Unidos y China. Por lo tanto, entender las particularidades de las crecientes tensiones geopolíticas entre los principales socios comerciales de México, se convierte en una prioridad de estrategia nacional. Principalmente porque la profunda integración que México sostiene con Estados Unidos, le obliga asumir una visión de avanzada, que vaya más allá de una buena vecindad, y se asuma como una realidad compartida. Desde luego, ante este reordenamiento de fuerzas globales, el mayor reto que México enfrenta es encontrar espacios de cooperación y oportunidades para su desarrollo económico.

En gran medida, el origen de la rivalidad entre Estados Unidos y China obedece al ascenso global de esta última y el desafío que ello representa para el sistema internacional liberal. A raíz de la entrada de China a la OMC en 2001 y su interacción diplomática y comercial, se ha intensificado a niveles sin precedentes. La transformación de China en una potencia económica global que cimentó su desarrollo en un modelo económico orientado hacia el exterior explica en gran medida su interés por establecer relaciones diplomáticas en diversas regiones del mundo. Hasta hace pocos años en el hemisferio occidental, y particularmente desde Estados Unidos, el ascenso y la expansión de China era vista con buenos ojos.

Con la llegada de Trump, esta visión de coexistencia pacífica se desdibujó radicalmente. Bajo el nuevo enfoque, delineado en la estrategia de seguridad nacional de 2017, se catalogó a China como “un rival que desafía el poder, la influencia y los intereses estadounidenses, y que pretende erosionar la seguridad y prosperidad de Estados Unidos”. Se trata de una perspectiva que ha encontrado continuidad en la administración de Biden, con ligeras moderaciones discursivas. El problema de fondo es que China, como parte de su estrategia nacional, se ha planteado consolidar como una potencia tecnológica. Para Estados Unidos, esto representa una amenaza, porque entre otros asuntos, desafía la competitividad de las empresas americanas en las industrias de alta tecnología, como las relacionadas con la inteligencia artificial, 5G y telecomunicaciones. Industrias en las que Washington conserva una significativa participación de mercado, y que, además, están estrechamente vinculadas con su fortaleza militar, y por consiguiente son entendidos como asuntos de seguridad nacional.

De hecho, la guerra comercial iniciada por Trump en 2018 es una de las primeras manifestaciones de la carrera tecnológica global. Para el resto del mundo, y en especial para México, las consecuencias materiales de esta bipolaridad en ascenso revelaron su participación ineludible en esta contienda hegemónica. Un conflicto que inició con la imposición unilateral de aranceles sobre importaciones de productos provenientes de China, y que ha ido evolucionando hacia asuntos de orden estructural, como el desacoplamiento tecnológico y la reorganización en las cadenas globales de valor. En todas las etapas de este proceso disruptivo, México se ha visto implicado, tanto por las consecuencias de la política punitiva arancelaria sobre sus propias industrias, como por acordar restricciones a sus relaciones comerciales a futuro con economías centralmente planificadas, en el marco del T-MEC.

En ese sentido, la firma del T-MEC es corolario de este contexto internacional, al ser México pieza clave en el proceso de la relocalización de la producción hacia Norteamérica (nearshoring). Para Estados Unidos resulta de vital importancia, regresar a su territorio -y al de sus aliados- los procesos productivos más sensibles, principalmente los relacionados con investigación y el desarrollo (R&D). Lo anterior con el objetivo de bloquear y aislar a China tecnológicamente. Para México, este proceso lo llevó a consolidar un proceso de apertura económica, cimentada en la protección de inversiones y el desarrollo exportador. En 1994 con la firma del TLCAN, el tratado ancló un modelo de desarrollo, y hoy fue un modelo de desarrollo el que ancló al tratado.

El presente entorno global posiciona a México favorablemente. Una muestra patente es que en el último año México se ha mantenido como el primer socio comercial de Estados Unidos, desplazando a China a la segunda posición. Tanto México, como China compiten por el mercado estadounidense en el sector de manufacturas, con la diferencia sustancial que la economía China es 13 veces más grande que la de México. Ello sugiere que la ubicación geoestratégica de México y su régimen comercial institucional son detonantes de competitividad. De este modo, México puede continuar beneficiándose de este entorno internacional, en principio como receptor de inversiones de aquellas compañías que busquen deslocalizar su producción de China y busquen tener acceso preferencial al mercado estadounidense. Paradójicamente, ello también incluye a las propias empresas chinas.

Por tal motivo, resulta un falso dilema para México elegir entre Washington o Beijing. Los dos principales socios comerciales representan distintas y diversas oportunidades para el crecimiento económico. En el caso particular de la relación entre México y China, más allá del intercambio de bienes, la inversión representa la mayor área de oportunidad. Resulta contradictorio que, de acuerdo con la UNCTAD, China se haya posicionado como el mayor inversionista global en 2020, y que México no figura dentro del top 10 de países que le inyectan IED. Evidentemente es posible atraer mayor inversión de China. Pero hay que ir a buscarla.

Ahora bien, respecto a la relación de México con Estados Unidos se debe entender que existen sectores y compañías, muy sensibles para nuestro vecino del norte y México deberá ser muy cauto sobre cómo se gestiona la presencia de estas empresas chinas en territorio mexicano. En este contexto, no se trata de evitar “ponerse con Sansón a las patadas”, ni de auto-catalogarnos como “patio trasero”, aun para reafirmar que no lo somos. Sería más constructivo desplegar una visión hacia el futuro, en la que nos asumamos como un puente hacia la globalización. Un país abierto al mundo, que también forma parte de una región integral norteamericana, con intereses familiares, económicos, energéticos, y de seguridad compartidos. Esa, es nuestra ventaja. Frente a Estados Unidos, frente a China, y al mundo.

Maestra en Economía Internacional por la universidad Johns Hopkins School of Advanced International Studies (SAIS) y Maestra en Relaciones Internacionales y Comercio Internacional por la Universidad Macquarie.

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