Después de dos años sumergidos en la pandemia, el Festival de Cine de Cannes reabrió las puertas de sus salas al máximo de su capacidad. El cine volvió a lo grande, y con él, el instinto que caracteriza a creadores y espectadores por igual: la necesidad de contar, ver y escuchar historias.

La vara es alta en Cannes, un festival que se destaca por presentar filmes de corte autoral, con una visión que prioriza la calidad del contenido y su discurso. Este año, las expectativas fueron cumplidas.

Desde el retrato íntimo y entrañable de la niñez en la ganadora del Grand Prix, “Close”, de Lukas Dhont; pasando por la obra del maestro del cine japonés contemporáneo Hirozaku Koreeda, “Broker”, hasta llegar a la ganadora de la Palma de Oro del presente año, la punzante sátira social “Triangle of Sadness” del enfant terrible sueco Ruben Östlund, si algo prueba la edición 75.ª del festival francés es que el poder del cine yace en la potencialidad de las historias.

En estos ejemplos y el resto de la selección residen un sinfín de reflexiones personales y sociales, en diversos idiomas y con cargas culturales distintas, pero que albergan entre ellas el mismo cuidado, congruencia y la sutileza del retrato de su propia realidad. Es en esto donde el valor de la historia sale a relucir y logra, a gran escala y dentro del marco de un festival internacional, trascender todo tipo de barreras, desde lingüísticas hasta geográficas.

Y es que es en la historia donde todos los elementos que componen el cine se conocen y se cruzan. La historia es el idioma que hablan todas las partes. Desde el guionista hasta el cinematógrafo, absolutamente todos los departamentos que conforman una producción están inmersos en ella, interpretan su lenguaje y lo traducen a sus propias áreas para crear un producto colectivo que sea congruente con ésta.

Lo fascinante del contenido es su poder para crear códigos sobre la localidad y el contexto que retrata, así como para romper aquellos códigos preestablecidos y transformarlos, logrando quedarse impregnados en la cultura y todo lo que nos rodea. La historia puede cambiar retóricas, abrir conversaciones y poner la mirada del mundo donde debe de ser puesta.

El cine, por encima de las demás expresiones artísticas, es la forma más cercana que tenemos de recrear la experiencia humana; es el mayor vehículo que existe para proyectarnos. Y si bien existe una belleza en poder contar historias globales desde un reflector local, debemos de recordar que la historia no está al servicio únicamente del reconocimiento internacional.

La buena historia es aquella que logra verse entendida y apreciada por todo tipo de audiencias porque les habla desde un lugar completamente honesto. Broker, Close o Triangle of Sadness; todas comparten el poder de llegar a las audiencias mediante un compromiso y un discurso que logran ver más allá de las necesidades más superficiales que dictan cómo debe de verse una película.

Además, todas ellas tienen un “para qué”, es decir, una razón de existir sustentada en un discurso que debe ser comunicado y que todos los involucrados considerar importante y necesario. Es ahí donde entra nuestra responsabilidad como creadores. Debemos dejar de hacer películas que jueguen únicamente en función de nuestro propio ego y del ojo crítico y comenzar a contar historias que genuinamente puedan motivar al cambio y la reflexión, por el simple hecho de venir de un lugar honesto, vulnerable y comprometido.

Hoy en día, en la masividad de las plataformas con catálogos prácticamente infinitos, la responsabilidad es más grande que nunca.

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