Reconozco que provengo intelectualmente de la izquierda, donde aún me ubico. Cuando en mi adolescencia dominaba completamente el PRI, ostentando la presidencia de la República, toda la Cámara de Senadores, todos los gobiernos de los estados y 170 de 213 diputaciones (en las elecciones de 1970), no quedaba otra alternativa que ser disidente. Cualquier persona pensante no podía sino horrorizarse con el presidencialismo mexicano y las zalamerías diarias de las “fuerzas vivas”, agrupadas todas en un partido de Estado. Ser joven implica tener proyectos, nuevas ideas y querer cambiar al mundo. Otros compañeros, cronológicamente jóvenes, pero no por sus motivaciones, más bien querían hacer carrera y el PRI siempre fue muy hábil para cooptar a personas brillantes y ambiciosas, aquellas sin paciencia para esperar un cambio de régimen para poder “sentarse en la silla”.
Así que mientras una pequeña minoría de estudiantes y luchadores sociales se dedicaba a socavar las bases de nuestra “dictadura perfecta”, la gran mayoría de la población se mostraba indiferente a lo que acontecía en el país, mientras que los ambiciosos hacían carrera en el PRI (uno de ellos era precisamente el actual presidente). Tomó muchas décadas para que la situación cambiara, hasta que en el año 2000 el PRI perdió la presidencia. Era el resultado de años de luchas sociales que culminaron con la creación del IFE, luego INE, y con las primeras elecciones dignas de su nombre en toda la historia de la República, desde la Independencia de España.
Militando en la izquierda fue que conocí a luchadores sociales, en las universidades y sindicatos independientes. Muchos de ellos no se acordarán de mí, pero ahí fue donde traté a intelectuales que después fundaron el PSUM, el PRD, incluso algunos que hoy ahí militan en Morena. También conocí a otros que terminaron siendo secretarios de Estado, o subsecretarios, en gobiernos del PRI y del PAN. Esos eran los izquierdistas “impacientes”.
Hoy en día, al revisar los diarios nacionales, encuentro a lo mejor de aquella izquierda de antaño en contraposición directa con el actual gobierno, que se autodenomina también de izquierda, pero sin serlo. Un gobierno de izquierda no le entregaría el país a los militares, con consecuencias funestas que aún tendremos que afrontar en el futuro. Un gobierno de izquierda se preocuparía por la violencia y los crímenes, que lejos de haber disminuido, todos los días producen más víctimas, posiblemente casi 200 mil hasta que acabe el sexenio. Un gobierno de izquierda no estaría satisfecho por haber generado seis millones de nuevos pobres en este sexenio, como nos reportan los datos de la Comisión Económica para América Latina. Un gobierno de izquierda no afirmaría que “México le dio un ejemplo al mundo”, cuando murieron 750 mil compatriotas por la gestión fallida del Covid. El “humanismo mexicano” de la epopéyica 4T no necesita detenerse a pensar, ni en víctimas, ni en pobres, todos los días celebra nuevos éxitos puramente imaginarios. Un presidente de izquierda se trataría de ganar a los 63 millones de mexicanos que se abstuvieron, o no votaron por él, en las elecciones de 2018 en vez de estar atizando la “lucha de clases” todos los días desde la televisión. Un presidente de izquierda sería conciliador en vez de azuzar a las 30 millones de personas que votaron por él (y habría que ver cuántos le quedan como partidarios). En un gobierno de izquierda la Fiscalía no estaría en manos de un delincuente.
Pues bien, la otra parte de esos ex amigos de izquierda, los que hoy apoyan implícita o explícitamente al gobierno, me dejaron de hablar, pero más bien porque se les fue la voz. Desde que comenzó el sexenio me he expresado críticamente respecto a este régimen. Ellos nunca pudieron responder coherentemente a mis cuestionamientos. Habían invertido tanto capital emocional en lograr que el tirano llegara a la presidencia, que hasta ahora no han podido procesar lo ocurrido. Seguramente desde antes de 2006 coreaban en las plazas el honor que era estar con Obrador y ahora no pueden absorber cognitivamente la cruda realidad de su infausta forma de gobernar. No es que lo defiendan con entusiasmo, yo creo que hasta se avergüenzan de “Andrés Manuel”, pero son incapaces de pensar mal de Él, con todo el trabajo que costó llevarlo a la presidencia. Son rehenes mentales del gran narcisista en el poder, incapaces de liberarse de su embrujo. Padecen el síndrome de Estocolmo, el de los secuestrados que se enamoran del secuestrador.
Se ha dicho de cada comunista que alguna vez en su vida padece su propio Kronstadt. Es ésta una referencia a la masacre de los marinos de la guarnición de Kronstadt, que apoyaron de manera decisiva a la Revolución de Octubre, hasta que, en 1921, después de un levantamiento de protesta, fueron masacrados por órdenes del Partido Comunista. Lenin los llamó “tontos y traidores que querían una Asamblea Constituyente”. La masacre de Kronstadt marca el inicio del distanciamiento de intelectuales en todo el mundo de la Revolución rusa.
Desde entonces ha habido muchos otros Kronstadt: el terror estalinista y los Procesos de Moscú, el pacto entre Hitler y Stalin en 1939 para dividirse Polonia y el Báltico, la invasión de Checoslovaquia en 1968, etc. Cada nueva generación de la izquierda occidental, no alineada con Moscú, atravesó siempre por esos momentos de crisis que hacían cada vez más ilusorio el “triunfo final del socialismo”.
Yo pienso que esos amigos taciturnos de la izquierda mexicana se quedaron fosilizados al nivel de los años setenta, a pesar del derrumbe del socialismo “realmente existente” del bloque soviético, después de la caída del muro de Berlín. Aún recuerdo que el día de los sucesos en Berlín, hablé por teléfono a amigos en México para comentarles la noticia. La respuesta fue: “¿Ah, y cómo les va?”, para pasar al small talk. Estábamos platicando del clima, exhibiendo estos camaradas su nula comprensión de la trascendencia de lo que estaba ocurriendo. Con otro de esos amigos, uno que por cierto escribe para un diario que es hoy como el diario oficial El Nacional de la época del PRI, hablé un año después de la disolución de la Unión Soviética. No podía yo creer que en el restaurant fifí en donde nos encontramos me estuviera enumerando los grandes avances de la revolución mundial. Hoy escribe sobre la guerra en Ucrania y dice que se trata de una invasión de la OTAN. Le da la razón a Putin, en lo fundamental. Se quedó hibernando desde la guerra fría.
Atrapados esos amigos en el calabozo mental de cómo era el mundo en los setenta, de las quimeras compartidas, y sin haber intentado nunca al menos iniciar un proceso de autocrítica y revisión de ideales, de dogmas y espejismos, obviamente que nos hemos distanciado. Pero ser acrítico respecto a la historia reciente, conduce también a ser acrítico frente a otra fantasía, la de la llamada 4T, el instrumento de poder de un político ególatra que está por destruir todos los logros democráticos de los últimos 40 años en México. Logros que cualquier persona de izquierda debería defender.
En la Divina Comedia, Dante coloca a los pusilánimes en la antesala del infierno. Son los que nunca se decidieron a favor o en contra de nada. Están condenados a perseguir eternamente banderas sin insignias porque ni el cielo ni el infierno los quieren recibir. Así me los imagino hoy, en su ambivalencia interior. Ya están inmersos hasta la garganta en su Kronstadt privado, pero aún no pueden reconocer que la mayor parte de su vida han perseguido una ilusión, para en la etapa final caer bajo el embrujo de un charlatán, nominalmente de izquierda, pero en los hechos un tirano de derecha.