El domingo pasado tuve la oportunidad de ser parte del primer contingente que visitó el nuevo concepto de turismo denominado Mundo Cuervo. Un paseo por los interminables y azules campos de agave de José Cuervo, en Amatitán, Jalisco. Y, contrario a lo que yo me esperaba encontrar, descubrí otro mundo lleno de cultura, gastronomía, tradiciones y tequila.
Olvídese del clásico paseo por la destilería, por los hornos, las barricas, o el embotellado de los tequilas. Este concepto empieza desde la recepción en una extensa y apartada explanada situada en las enormes bodegas que posee Tequila Cuervo, en la zona industrial de la colonia El Mante, en Tlaquepaque, Jalisco. Ahí fuimos citados y recibidos por el staff de Mundo Cuervo, que no escatimó con el tema de la sanitización.
La sana distancia, los cubrebocas, las caretas, el gel antibacterial se impusieron en todo momento antes, durante y después de esta experiencia. Una vez que abordamos el autobús, nos dirigimos hacia los campos de agave de José Cuervo, donde fuimos recibidos con coctelería como margaritas y agua fresca, para después abordar un par de camioncitos panorámicos en forma de enormes barricas con llantas, que nos transportaron entre los agaves a cuatro diferentes paradas turísticas.
En la primera aprendimos a extraer y cultivar hijuelos de agave, de la mano de experimentados jimadores que hábilmente “se hablan de tú” con las plantas. La segunda parada fue mágica, pues conocimos el legendario árbol que da vida a la leyenda de la Diosa del Mayahuel, a quien los tequileros le rinden tributo en cada temporal de lluvias.
Cuenta la leyenda que hace años cayó una gran tormenta, un rayo quemó un árbol y un agave, y de él los lugareños extrajeron los primeros caldos de agave y así fue como inició una rica tradición que hasta la fecha le da identidad a nuestro país en el mundo entero.
La tercera parada fue al pie de un enorme árbol de Parota, con más de 80 años de antigüedad. Ahí aguardaba otro maestro jimador, quien nos enseñó las técnicas para podar agaves, según la madurez de la planta, hasta quedar expuesta la piña, misma que partió por mitad para que los asistentes pudiéramos probar de su dulce fruto recién cortado.
Nos dirigimos a la cuarta y última parada, donde nos ofrecieron una cata de tequila (blanco, reposado y añejo), para después rematar con una degustación de platillos mexicanos, amenizados con mariachi en vivo (también con sana distancia). Por cierto, se instala un mercadito con artesanías locales que aprovechan los paseantes antes de subir al autobús que lleva de regreso a Guadalajara.
Debo decir que también observé otro mundo. El de los inmortales que abarrotan los enormes locales comerciales llamados “cantaritos”. Estacionamientos sin cupo para otro auto, largas filas de jóvenes ávidos de fiesta, patrullas y autoridades rebasadas ante tal desbordamiento de consumidores. Así fue mi domingo, con un mundo lleno de contrastes.