En su novela Los años con Laura Díaz, Carlos Fuentes presenta una escena donde uno de los personajes le presume a una estadounidense los productos que México le dio al mundo: maíz, chile, aguacate, calabaza, chocolate, chayote, amaranto y todo el rosario de orgullos del nacionalismo provinciano. La respuesta de la estadounidense en la misma novela es fascinante “¿y porqué no me das la lista de productos que el mundo le ha traído a México? ¿Cuál lista es más larga e importante?”. Circula cada vez con mayor insistencia el alarmante rumor de que el presidente de México podría anunciar la salida de México del TMEC en su discurso del 16 de septiembre próximo. De ser esto cierto, estaríamos a las puertas de un cataclismo económico de proporciones sin precedente. Conviene considerar sus implicaciones para evitar esos peligros. Hace unos años, se estrenó la película “Un día sin mexicanos” que buscó evidenciar los costos para Estados Unidos de la ausencia de los trabajadores mexicanos documentados e indocumentados. El ejercicio sería todavía más valioso a la inversa “Un día sin Estados Unidos” ¿qué pasaría con la economía mexicana? Visite usted las calles, centros comerciales y avenidas de las principales ciudades mexicanas y revise las marcas de los comercios que mantienen viva la actividad económica local. Piense en la cantidad de empleos de trabajadores mexicanos que dependen de empresas como McDonalds, Walmart, Domino´s Pizza, Starbucks, Ford, General Motors, Kellogs, Coca-Cola, General Electric, Microsoft, General Motors y tantas otras. Ahora sume usted las empresas que contratan mexicanos en Estados Unidos y de cuyas remesas depende la economía nacional.

Históricamente, el nacionalismo mexicano ha nutrido su discurso de un triste complejo antiestadounidense. En lugar de aprovechar las ventajas comerciales de la frontera para enriquecernos como han hecho toda su historia los canadienses (quienes también sufrieron duras agresiones militares estadounidenses en el siglo XIX), se educa a los niños mexicanos en el rencor por la guerra de 1847. Hay otros dos países que fueron derrotados aplastantemente por Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, pero actualmente son sus aliados más prósperos y exitosos, uno en Asia y otro en Europa: Japón y Alemania. Anteriormente enemigos mortales de Estados Unidos hoy son sus socios comerciales, aliados militares y gracias a inversiones norteamericanas han multiplicado su PIB per cápita, han enriquecido su estado de bienestar y limpiado su medio ambiente.

México puede y debe ocupar en América Latina una posición similar a la que ocupan Alemania y Japón en Europa y Asia. Ser un ejemplo regional de desarrollo y puente de comunicación entre otros países del continente y Estados Unidos. Japón y Alemania también se volvieron tecnológicamente competitivos en pie de igualdad frente a las industrias estadounidenses. Enviaron docenas de miles de estudiantes a las universidades norteamericanas con el fin de prepararse en lo más avanzado de la ciencia moderna y llevarlo a sus propios países. Sony o Volkswagen no le piden nada a sus pares estadounidenses. Estados Unidos debe ser visto como un activo y no como un obstáculo para el desarrollo de México. La supuesta alternativa que tanto emociona a la izquierda es vivir sin contacto con Estados Unidos. Para imaginarse cómo es un día sin Estados Unidos, mire usted a Cuba. No tiene ni los recursos tecnológicos, ni las capacidades logísticas, ni la población formada para vencer un simple incendio y necesita ayuda internacional para enfrentarlo. De nada sirve su supuesta y falsa superioridad educativa, ni su ficticia soberanía ni el orgulloso discurso antiyanqui de su dictadura. Un incendio dejó sin electricidad a los cubanos. Ese desastre subdesarrollado es el modelo que admira la izquierda mexicana. Por eso hay que buscar siempre más integración con Estados Unidos.

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