“Hacer historia exige años y ayuda a tenerlos” escribió Jesús Reyes Heroles en su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia. Ciertísimo, la serenidad de la madurez estimula juicios inteligentes. Enrique Krauze a los 75 años acaba de publicar, el que, en mi modesta opinión, está llamado a ser recordado como uno de los mejores y el más interesante de sus libros: Spinoza en el parque México. Autobiografía intelectual dicen los especialistas y la editorial misma en la contraportada, pero esa obsesión por clasificar el texto con palabras tan pomposas limita sensiblemente la experiencia del lector. Es una entrevista, un ensayo y más sabroso todavía, una plática entre amigos. Una mezcla de géneros afortunada que le imprime calidad al diálogo por la amplitud y profundidad de la cultura de Lassalle y la sinceridad erudita de Krauze. Los temas abordados son numerosos. La condición judía y sus raíces intelectuales, la historia de las ideas en Occidente, la evolución ideológica del propio Krauze, la colaboración y confección de revistas culturales de la estirpe de Vuelta o Letras Libres, el socialismo realmente existente, las dictaduras latinoamericanas, las simpatías y diferencias con otros escritores e historiadores de su generación. Si bien algunos de los asuntos aquí tratados ya habían sido abordados en libros anteriores, señaladamente en Travesía Liberal, aquí adoptan un toque nostálgico muy acentuado. No obstante, para mí, los temas más atractivos del libro son 2: la relación con sus mentores y maestros (Daniel Cosío Villegas, Luis González y González, Octavio Paz) y la vida pública de México. El reconocimiento de la deuda de Krauze con quienes lo formaron habla muy bien del autor y permite a los lectores asomarse al “estilo personal” de reflexionar de grandes intelectuales mexicanos de la segunda mitad del siglo XX. Sus interpretaciones sobre el “pasado inmediato” de México y su vida pública siguen siendo polémicas, llamativas y ciertamente impopulares en una época dominada por el populismo y las modas políticamente correctas.
Ahora bien, además del libro he leído a algunos de sus reseñistas, todos ellos figuras consagradas en los círculos intelectuales de México. Los reseñistas escribieron largos elogios de la obra y ni una sola crítica. La base del liberalismo es la crítica, como ha argumentado de distintas maneras Krauze a lo largo de las décadas, y se le hace un flaco favor al autor cuando no se le respeta lo suficiente para manifestarle observaciones en ese tono. Spinoza en el parque México recuerda, toda proporción guardada, al libro de Raymond Aron, El espectador comprometido: conversaciones con Jean-Louis Missika y Dominique Wolton. En aquel libro de entrevistas, la diferencia es que los interlocutores de Aron eran jóvenes izquierdistas con opiniones distintas a la suya, lo que hace más enriquecedor el diálogo por las acaloradas discusiones que se desatan entre ellos. Lassalle en cambio, brillante como es, no deja de ser un compañero de ruta de Krauze, un colega liberal. Por tanto, a ratos, la conversación se vuelve una sucesión de coincidencias en lugar de una apasionante polémica como sucede con Aron. Finalmente, a la riqueza de temas abordados en Spinoza en el parque México se le puede reprochar un hueco significativo, una ausencia desconcertante. Krauze casi no habla de Estados Unidos, la superpotencia vecina de México que defendió la democracia liberal frente al totalitarismo soviético en los años reconstruidos en el libro. Uno se pregunta qué pensaba Krauze en ese tiempo sobre la relación más importante de México en el exterior, la influencia norteamericana sobre la vida y el debate mexicano. Quedan ganas de conocer sus opiniones de historiador sobre la evolución del gigante del norte en esa época y hasta de sus artistas e intelectuales. En fin, habrá que esperar con mucho interés su siguiente libro, donde ojalá continúe su diálogo con José María Lassalle, pero también con intelectuales de distinta persuasión ideológica.