Leo, con provecho y deleite, The American Senate: An Insider´s History de Neil MacNeil y Richard A. Baker. Baker fue designado desde 1975 hasta 2009 el historiador oficial del Senado estadounidense, y MacNeil fue lo que aquí llamamos reportero de la fuente del Senado americano durante 30 años. El libro, aunque se trate de una pieza de historia académica publicada por la Universidad de Oxford, es también una suerte de crónica periodística y divertidísimo anecdotario político. El Senado es un muestrario de la democracia misma: a ratos corrupto, escenográfico y demagógico, pero también, con frecuencia, una institución con altura de miras, formadora de estadistas, incubadora de presidentes y escuela del debate, la deliberación pública y la exigencia de rendición de cuentas. El libro da cuenta de la evolución de los integrantes del senado en Estados Unidos. “En los primeros años de la República, estos hombres se volvían senadores porque eran ricos. En nuestra época es al revés, se vuelven ricos porque son senadores. Hay que modificar las leyes de financiamiento electoral…”
Para mi gusto, lo más importante del libro es el tratamiento de figuras que fueron grandes decanos de la institución. En particular el legendario Robert C. Byrd, quien fungió 51 años como senador por el estado de Virginia Occidental, un autodidacta que se recibió de abogado estudiando por correspondencia la carrera de leyes ya cuando era senador. Byrd, a fuerza de estudiar por su cuenta en las noches los documentos históricos del Senado, se volvió el máximo experto vivo en historia y procedimientos de la institución, de modo que cada vez que entraba una nueva generación de legisladores, les ofrecía una serie de cuatro o cinco conferencias magistrales. Según los asistentes al curso introductorio de Byrd, la lección principal era más o menos la siguiente. “Van ustedes a escuchar numerosos empresarios e intelectuales que afirman que el Senado es una institución vetusta, inútil, anquilosada, y, sobre todo, ineficiente. Nos culpan de parálisis legislativa. Pero ¿quién ha dicho que la función del Senado es la eficiencia? Los Padres Fundadores lo concibieron justamente para dificultar el cambio constitucional, para refrenar las pasiones populares de la Cámara de Representantes con la serenidad y reflexión del senador, cuyo título tiene la misma raíz etimológica que senectud. Que los viejos, los experimentados, moderen la prisa y la pasión de los jóvenes representantes del pueblo en las cuestiones constitucionales de fondo. Que no se pueda cambiar la norma fundamental de un plumazo o al calor de una ocurrencia. Contrario a lo que se cree, la función principal del Senado no es hacer leyes. Es el escrutinio de las instituciones fundamentales de la República, el contrapeso al ejecutivo para vigilar y ratificar la calidad de sus designaciones en el gabinete (esta función no existe en el Senado mexicano), o la seriedad e inteligencia de su política exterior. Olvídense de las mediciones de eficiencia. Ocúpense de darle calidad al debate público, de especializarse en alguna comisión y de respetar, en público y en privado, la seriedad de la investidura.”
Pensaba en esto mientras veía los trabajos del Senado mexicano la semana pasada. En primer lugar, nuestros senadores aprobaron al vapor y con una velocidad insólita la reforma de la llamada “supremacía constitucional.” En segundo lugar, Alejandro Moreno y Gerardo Fernández Noroña se gritonearon en público y casi se agarran a golpes. Para confirmarnos los perfiles de sólidos principios ideológicos que tiene la oposición, el coordinador de los senadores de Morena, Adán Augusto López ya nos informó que esta semana la bancada de Morena tendrá varios senadores nuevos. Es de suponer que el crecimiento de su bancada se dará como consecuencia del oportunismo de algunos senadores de oposición. Yo esperaría que ante la inminencia de la llegada de una nueva presidencia en Estados Unidos y la renovación de la totalidad de la Cámara de Representantes, así como de 33 espacios en el Senado norteamericano, nuestros senadores estuvieran preocupados por organizar una reunión interparlamentaria extraordinaria o algo similar. Gane quien gane, México requerirá los esfuerzos de la mejor diplomacia parlamentaria para buscar alianzas sólidas en Washington. Pero si gana Trump, ante su amenaza de imponerle a México 25% de aranceles, convendría que el Senado mexicano se ocupara más estratégicamente de la política exterior para ir a cabildear a favor de México con sus colegas norteamericanos. Lamentablemente, no está en el interés de nuestros senadores. A ellos les urge desaparecer los órganos autónomos. “Que los viejos, los experimentados, moderen la prisa y la pasión de los jóvenes representantes del pueblo en las cuestiones constitucionales de fondo. Que no se pueda cambiar la norma fundamental de un plumazo o al calor de una ocurrencia” decía Robert C. Byrd. Aquí es al revés “no le muevan una coma a lo que mande el poder ejecutivo”.