Entre las propuestas de política pública del presidente López Obrador, siempre me ha parecido muy interesante la de restaurar la enseñanza del civismo en las escuelas públicas. Lo que no me convence es el contenido curricular que se quiere impartir. No debería buscar el resurgimiento del culto a caudillos de un nacionalismo xenófobo, ni la revictimización del pueblo mexicano frente al colonialismo, tampoco la moralidad mojigata de escuelita dominical evangélica, ni mucho menos la muy antidemocrática obediencia irrestricta hacia la autoridad (presidencial, magisterial y paternal) que impulsaba el curso de educación cívica en el pasado. Como demostró La politización del niño mexicano, el libro pionero de Rafael Segovia hace varias décadas, todos los valores que alimentaba la educación cívica mexicana servían el propósito de infundir conformidad con el sistema político autoritario entonces prevaleciente.

En los últimos años se han publicado una cascada interminable de libros sobre el populismo y sus amenazas a la democracia liberal. Atribuyen la ola populista a los efectos económicos de la crisis financiera en 2008, a la desindustrialización y relocalización de fábricas en países del tercer mundo, al rechazo racista contra los migrantes y la globalización, al desencanto con los políticos tradicionales, la desigualdad creciente, la falta de reconocimiento a la dignidad de todos los empleos, carencia de políticas redistributivas del ingreso y el desmantelamiento del estado de bienestar. Todos fenómenos dignos de atención, pero resulta muy llamativo que ninguno mencione el fracaso de la educación cívica en las escuelas públicas de Occidente. Si lo que apuntan Latinobarómetro, Eurobarómetro y otros estudios en Estados Unidos e Inglaterra es verdad, cada vez hay más ciudadanos dispuestos a tolerar gobiernos autoritarios por encima de la democracia. Sería lógico suponer entonces que muchos ciudadanos han perdido la conciencia, si alguna vez la hubo, sobre la importancia decisiva de la separación de poderes, la autonomía del poder judicial, una prensa independiente de los gobiernos, una oposición partidista sólida, la transparencia, rendición de cuentas, el ejercicio de un federalismo genuino, el trabajo de los organismos de la sociedad civil, así como otros componentes indispensables para la conservación de las libertades públicas. El civismo no entendido como una enumeración de conocimientos legales, sino como la socialización de valores políticos y la habilidad de dialogar con quien piensa distinto.

Una buena educación cívica para el siglo XXI proporcionaría a los ciudadanos no solamente alfabetismo digital, sino también constitucional y un reconocimiento elemental de los principios de la economía internacional. Los formaría en la valoración suprema de los derechos humanos para saber que son resultado de la exigencia de reaccionar activamente frente al horror que produjeron el holocausto y los genocidios del siglo XX. Que el feminismo fue la única revolución exitosa del siglo pasado que no desembocó en una dictadura sangrienta, y el ambientalismo no es una moda neoliberal, sino una necesidad impostergable para la sobrevivencia de la vida humana sobre la Tierra. Que debemos unirnos como especie y no nada más como mexicanos. Sobre todo, explicar al educando la responsabilidad trascendental del estado en el fomento de un clima favorable a la libre discusión de ideas y la investigación científica para una rica deliberación democrática. Bertrand Russell concluyó su libro Religión y Ciencia con estas palabras “si se evita que los científicos ejerzan su profesión y tenga el efecto debido, la raza humana se estancará… los nuevos descubrimientos son frecuentemente incómodos, en especial para quienes detentan el poder; no obstante, en medio de una larga historia de crueldad y fanatismo, constituyen el más importante logro de nuestra especie.” Ahí tenemos una hoja de ruta para la educación cívica mexicana del siglo XXI.

Analista.

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