El choque fratricida entre los hermanos Moreira y la divulgación de grabaciones de conversaciones telefónicas del presidente nacional del PRI evidencian, entre otras cosas, la bochornosa descomposición de la dirigencia partidista. Bien es verdad que el gobierno federal aprovecha y explota mediáticamente la coyuntura en represalia por el voto del PRI contra la reforma eléctrica. No obstante, lo cierto es que sobra tela de dónde cortar para desacreditar lo que queda del Revolucionario Institucional. Otra hubiera sido la historia si el PRI se hubiera tomado la molestia de elegir a José Narro como su dirigente hace un par de años. Narro gozaba y goza del respeto público, a diferencia de la actual dirigencia. Numerosas voces advirtieron que una trayectoria cuestionada como la de Alejandro Moreno mancharía más la de por sí sucia reputación del partido.

Desde hace unos años asistimos a las lentas pero inexorables exequias del PRI. Posiblemente desde las elecciones intermedias de 2015, pero con toda certeza a partir de la elección presidencial de 2018, la militancia priista le dio la espalda a sus “líderes” por haber designado un candidato presidencial y un presidente de partido que jamás habían militado en la institución. Se creyó que, como en el siglo XX se ignoró siempre la opinión de la militancia, podía hacerse lo mismo en el siglo XXI. Los tomadores de decisiones pasaron por alto que ahora existen otros partidos políticos más competitivos a los cuáles podían afiliarse aquellos precandidatos ninguneados por la dirigencia. El PRI se convirtió en una especie de costal de boxeo con una grieta por dónde se escurren uno a uno todos los granos de arena que lo rellenan (su militancia). Cada bofetada de la dirigencia actual a la militancia, cuando prometieron elecciones primarias y democracia interna pero nunca cumplieron, hizo más grande la grieta del costal y la arena se salía con mayor velocidad. Designaron candidaturas y diseñaron listas con sus parientes, amigos, parejas. En 2018, los priistas votaron con los pies y emigraron a Morena, que les abrió sus puertas de par en par a tal punto que desplazaron integralmente a la militancia obradorista. Calcule usted el número de ex priistas en la bancada legislativa de Morena, en el gabinete presidencial o en las gubernaturas y se dará cuenta que la cuarta transformación no significa nada sino la migración masiva de priistas al obradorismo.

El papel de un presidente de partido, si es que aspira a ser líder y no nada más dirigente, supone la prioridad de unir a los grupos internos, no fracturar más la institución y estimular el éxodo de cuadros presumiendo que “lo mejor del PRI se quedó en el PRI.” No es cierto. Lo mejor del PRI hace mucho que se fue a otros partidos o se quedó en su casa. En 2021, los restos del priismo se fueron a Movimiento Ciudadano y algunos a Morena. La interrogante final es quién va a quedarse con los últimos militantes del PRI cuando pierda las tres gubernaturas que le quedan entre 2022 y 2023. Se convertirá en un partido más marginal que el PRD , sin ideología, sin cuadros competentes y con un pleito muy agresivo para quedarse con el dinero restante entre los cacicazgos de Moreira, Moreno y Murat. Va por México y el PAN en particular tienen qué preguntarse cómo rescatar las últimas estructuras operativas del PRI antes de que las devoren Morena y Movimiento Ciudadano. Subsiste un acervo de experiencia utilizable en los exgobernadores, exlegisladores y algunos ex secretarios de estado. La alianza debería aprender a reclutar esos operadores. Unos cuantos votos de ex priistas en ciertas regiones marcarán toda la diferencia en 2024.

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