Sexenio tras sexenio, ante el desdén con que los gobiernos mexicanos tratan a los integrantes del servicio exterior, recuerdo con frecuencia la frase que solía citar una de mis profesoras en El Colegio de México “como decía el presidente Charles de Gaulle: el verdadero estadista se ocupa de la política exterior. El resto de la administración pública son asuntos de intendencia.” Ahora que la crisis en Ucrania alcanza niveles de crispación internacional inéditos, quizá podamos reconocer cuán urgente, trascendental y profunda debería ser la discusión sobre los intereses de México en el mundo. La designación de aduladores oficialistas o integrantes de la farándula en cargos diplomáticos no es el recurso óptimo para servir al país.

El responsable constitucional de la política exterior en México es el presidente de la República, de modo que cada sexenio, esta política, como si fuera un guante, adopta mucho del tono y personalidad del gobernante en turno. En los sexenios de la llamada docena trágica (Echeverría y López Portillo), la política exterior fue el instrumento de lucimiento personal de los mandatarios para exhibir en foros internacionales sus irresponsables políticas populistas. Durante el llamado período neoliberal, se creyó que al terminar la guerra fría ya no existían amenazas de seguridad internacional y la política exterior se concibió casi exclusivamente como un mecanismo al servicio de la política económica. Consecuentemente, se concentró en la firma de tratados comerciales al mayoreo. En los gobiernos de la transición democrática, donde no ha existido ninguna planeación ni concepción estratégica de nada, cada presidente ha seguido con más o menos precisión el hilo de sus ocurrencias personales o las de su canciller para “vender” una imagen o “marca” del país.

A diferencia de otros países, no hemos presenciado una concepción de estado para dar continuidad a la orientación exterior de México con independencia del signo ideológico de sus gobiernos. Un pacto interpartidista en torno a los intereses nacionales en el resto del planeta. La clase política mexicana no ha sido capaz de valorar una cuestión elemental, a saber, que la política exterior es uno de los instrumentos de defensa de la seguridad nacional. No se diseñó ni utilizó la política exterior como la hoja de ruta para proteger a los mexicanos de los peligros de un sistema internacional crecientemente inestable. Otros países advirtieron y empezaron a discutir las amenazas del cambio climático, la competencia en todos los órdenes de China con Estados Unidos, las nuevas modalidades de la guerra tecnológica y delincuencia transnacional, la desaparición masiva de empleos ante la irrupción de la inteligencia artificial, la sobrevivencia de la democracia liberal en medio de nuevos autoritarismos, la posibilidad de construir un nuevo orden mundial.

En la Unión Americana el U.S. Department of State, o en el Reino Unido el Foreign Office se cuentan entre los espacios más poderosos del gabinete. Aquí no. Están directa y permanentemente conectados con ejército, marina, así como las agencias de inteligencia para detectar y analizar anticipadamente los peligros y oportunidades en el exterior. Estudiemos ese modelo. No estamos condenados al provincianismo demagógico. Dean Acheson, el más grande secretario de estado estadounidense del siglo XX y arquitecto del orden mundial de la postguerra, hablaba en sus memorias Present at the Creation, de las brillantes y exitosas maniobras internacionales de Manuel Tello Barraud, nuestro secretario de Relaciones Exteriores de la época. “The master hand of Mexican diplomacy” es la expresión textual de Acheson para describir con admiración la política exterior mexicana. México carece de muchas cosas, pero no de una tradición de grandeza diplomática. Es la hora de retomarla.

Analista.

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