La semana pasada publiqué aquí el artículo más exitoso de mi carrera profesional, tanto en número de lectores como en la calidad de los comentarios. Fue muy emocionante. Gracias a usted que me lee, gente de la talla de Macario Schettino asumió la molestia de tomarme como interlocutor para responder públicamente a mi texto. Pero también recibí llamadas y muy atendibles observaciones de inteligencias a las que admiro como Luis Rubio, el doctor Pepe Newman, Ángel Verdugo, Fernando García Ramírez o Julio Hubard. A todos, muchas gracias. Julio Hubard me hizo notar el tono excesivamente severo e iracundo empleado en mi artículo. Tiene razón, desde luego. La ira no es buena consejera ni madre de ningún análisis inteligente. Sobre todo, me recordó Julio, también debemos grandes contribuciones a intelectuales que se equivocaron y corrigieron. De nuevo, tiene razón.

Figuras como Arthur Koestler, Victor Serge o Emma Goldman fueron escritores y activistas que inicialmente simpatizaron con el comunismo o la Unión Soviética, pero terminaron denunciando sus atrocidades. La historia del siglo XX está llena de escritores como André Gide que reconocieron su error una vez que visitaron la URSS y admitieron su desencanto. Incluso en América Latina hubo escritores que se atrevieron a denunciar el crimen humanitario de la dictadura cubana después de visitar La Habana. Personajes de la estatura de Mario Vargas Llosa o Jorge Edwards tuvieron la decencia de abandonar sus convicciones anteriores para designar las cosas por su nombre. Esa honradez le ha prestado enormes servicios a la humanidad. En lo que a mí respecta, Macario y mis interlocutores se portaron no nada más como auténticos caballeros, sino que me dieron una valiosa lección de honestidad intelectual. Lo procedente ahora es entender qué se puede hacer desde la tribuna analítica. No se trata de decepcionarse y encerrarse en la torre de marfil a estudiar las ideas o abstracciones filosóficas. Nos conviene cambiar el enfoque sin modificar el tema de estudio. Ante una derrota política, cabe la desilusión y el enclaustramiento en el caparazón de la metafísica para esconderse del mundo real. Dada la responsabilidad que exige el momento actual, lo anterior resulta inadmisible. Nos corresponde a los analistas poner de lado las certezas anteriores para estudiar lo que sucede no solo en México, sino en otros países del orbe con situaciones similares. Para entender, hay que dejar de pontificar y acercarse a la observación real del objeto de estudio. Basta ya de dar lecciones, emitir recomendaciones, buenos deseos o imaginar escenarios imposibles basados en lo que hubieran hecho grandes personajes del pasado. Revisemos lo que hay, el personal político realmente existente y las condiciones estructurales de nuestra actualidad. Sobre eso analicemos. La realidad política nunca se acomoda a nuestros anhelos, pero es amiga de quienes la aceptan como es.

La política es una selección entre inconvenientes, como decía el maestro Raymond Aron. Una vez asumido esto, se pueden perfilar las opciones más apropiadas. No será soñando con la resurrección de estadistas del pasado como la oposición podrá reconstruirse. Tendrá que trabajar, modelar y esculpir sobre el barro de la realidad contemporánea. Empeñarse en lo deseable por encima de lo posible es parte de la explicación de la debacle opositora este año. En lo que nos concierne como analistas, tenemos la responsabilidad de ofrecer fotografías de la realidad, no proyectar anhelos, ilusiones o buenos deseos sobre la misma. La política es la expresión brutal de la lucha por el poder. Pasar por alto esa lucha por el poder y su comprensión ya le costó y le costará muy caro a la República. Corrijamos y a lo que sigue, México nos necesita a todos.

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