Arthur Schlesinger Jr. fue quizá el más grande historiador estadounidense del siglo XX. Un liberal de izquierdas que documentó el pasado norteamericano con una prosa combativa y amena, polemista en la vida pública, profesor en Harvard, autor de numerosos libros, amigo de varios presidentes, cronista personal de la administración de John F. Kennedy y teórico brillante que inventó el concepto de “Presidencia imperial” para referirse a los presidentes norteamericanos, conductores del imperio conocido como Occidente. Así de inteligente como era, Schlesinger cometía los errores y exhibía los prejuicios propios de casi todos los intelectuales. Entendía bien poco, para no decir nada, de campañas electorales. En su diario, publicado hace unos años, consigna el discurso de aceptación de la candidatura presidencial de Jimmy Carter y escribe “me es imposible respaldar un candidato que genuinamente cree que Adán y Eva existieron. No tiene posibilidad alguna de ganar.”
Como Schlesinger, son muchos quienes desestimaron y desestiman al político Jimmy Carter. Otra cosa fue su administración, un gobierno fracasado si los hay, pero el político y el candidato eran algo digno de verse. Carter es uno de los pocos políticos de nuestra era que sabía escribir porque genuinamente le gustaba la gran literatura inglesa. Disfrutaba el buen manejo de la lengua pues sabía que un político que no es conversador y charlista entretenido, no es buen político. Carter publicó una cantidad interminable de libros, pero sin duda los mejores fueron los autobiográficos. Recomiendo dos especialmente A Full Life: Reflections at Ninety (un libro que en sus mejores páginas recuerda y cita De Senectute de Cicerón), y An Hour Before Daylight: Memories of a Rural Boyhood (obra donde resuenan los ecos de Mark Twain, William Faulkner, Harper Lee y Carson McCullers). Ahí, Carter detalla su vida pública y privada, ya interminablemente descrita en los periódicos estos días, pero, sobre todo, refiere anécdotas de gran valor político que contaba en sus mítines de campaña para conquistar al auditorio. Dice que, en lugar de pronunciar un gran discurso, una arenga incendiaria, una lista de promesas, o un ideario filosófico, en todas sus campañas electorales él llegaba a los pueblos a contar pequeñas historias de su propia vida para conmover al auditorio. En una, por ejemplo, describe cómo conoció y entendió el gran problema del racismo sureño, pues por primera vez iba a transmitirse en la radio de su pueblo la pelea de box de un afamado combatiente negro. El papá de Carter oía la pelea en la radio de su cocina, con la ventana abierta cuando, de pronto, empezaron a arrimarse docenas de negros del rancho georgiano en el que vivían. Todos conocían al señor Carter y él a ellos, pero no se atrevían a tocar la puerta. Tanto era el miedo al blanco, que preferían oír la pelea desde afuera. Y el señor Carter, un hombre decente pero marcado por los prejuicios de su época, no tuvo la delicadeza de conectar el radio afuera de su casa para que pudieran oírlo mejor los numerosos vecinos que se acercaban. Carter hijo, es decir Jimmy, salió a oír la pelea con los negros y se dio cuenta que la única diferencia entre ellos y él era la posición económica. Todos eran seres humanos, mejor dicho “Good old, decent Americans” como les llama Carter. Señoras y señores que se emocionaban igual que él ante la narración radiofónica. “Ahí comprendí que la mejor manera de ayudar a los afroamericanos era capacitándolos para tener empleos mejor pagados, a fin de que pudieran comprar su propio aparato de radio.” Dice Carter que cuando él contaba esta anécdota en sus mítines, se ganaba el aplauso mayoritario y es de suponer, el voto, de la población afroamericana. Compárese con el actual partido demócrata y su propuesta woke, que aún postulando una mujer negra, perdió el voto afroamericano.
Ahora bien, el voto de los blancos. Carter jamás les presumió su educación universitaria en instituciones de elite a las que no asistió, tampoco les hablaba de aspectos macroeconómicos, de cuestiones internacionales ni mucho menos de filosofía política. Les contaba de sus amigos y colegas en su paso por la marina norteamericana, de cómo sufrió en carne propia las privaciones de la vida militar que atraviesan docenas de miles de americanos pobres en su formación con tal de obtener una beca para la educación superior. O bien les describía la dureza de los golpes que le asestaba su padre cuando él se portaba mal o incurría en conductas de “mala educación.” Pero lo que siempre conquistaba al público, era la historia del día que se dio cuenta de la duplicidad (¿hipocresía?) de la moral cristiana, a la que aún así defendía a capa y espada. “Mi padre era un buen americano y un buen cristiano, muy comedido con los vecinos. Por eso no me sorprendía que le gustara mucho ir a preguntarle a la señorita X si necesitaba algo. La señorita X era la solterona del pueblo y cuando yo era niño, pensaba que mi padre, como buen caballero sureño, iba a su casa para ofrecerle apoyo con tareas domésticas que requerían el apoyo y la fortaleza física de un hombre. A mi mamá nunca le hizo gracia esa “generosidad.” Hasta que un día lo vi salir de casa de la señorita X abrochándose el pantalón… Aún así, mi padre era un buen cristiano que trabajaba de sol a sol todos los días en el campo. Cada domingo nos llevaba a la iglesia para convivir con la comunidad e inculcarnos los valores americanos.” Varios de los presentes reían a carcajadas y es de suponer, se sentían identificados… y por eso votaban por él.
Me anticipo a las críticas de los lectores de derecha, escandalizados por el adulterio pueblerino del padre, “¡pero Carter perdió la campaña de su reelección presidencial ante Reagan!”. En efecto, vuelvo a lo mismo, perdió por los malos resultados de su gobierno. Pero ganó sus campañas para senador, gobernador y presidente. La inteligencia política exige distinguir entre el buen candidato y el buen gobernante, así como aprenderle lo necesario a cada uno. Eso es lo que no ha querido ni podido hacer nuestra oposición. Ojalá leyeran los libros memorialísticos de Carter.
@avila_raudel