Raudel Ávila

Afganistán y la imagen estadounidense

18/08/2021 |02:02
Redacción El Universal
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Después de los dramáticos acontecimientos del seis de enero de este año cuando una turba atacó el Capitolio estadounidense para impedir el reconocimiento de los resultados de una elección legal, Richard N. Haass diagnosticó que el sistema internacional había entrado finalmente en el umbral del mundo post americano. En otras palabras, ya no estaba tan claro el predominio hegemónico de la superpotencia estadounidense en vista de sus divisiones internas. En otro artículo el mismo autor señala que la toma de Kabul por los talibanes el domingo 15 de agosto marca un punto de inflexión adicional en la imagen internacional de Estados Unidos frente a sus aliados y adversarios en el mundo. La imagen de seriedad institucional y unidad en torno a los valores constitucionales quedó seriamente dañada el seis de enero, pero además el prestigio de una política exterior profesionalmente diseñada sufrió un durísimo golpe el 15 de agosto. En menos de un año, se lastimó profundamente la credibilidad de la política doméstica y exterior de Estados Unidos.

Los medios de comunicación chinos y rusos han explotado al máximo el potencial propagandístico de la derrota estadounidense en la prolongadísima guerra de Afganistán. Prácticamente anuncian el advenimiento de una nueva era donde las democracias occidentales se baten en retirada frente al creciente poderío de la opción china. No es tan sencillo. Numerosos comentaristas han comparado la caída de Kabul con la de Saigón, otros tantos con la de Teherán en manos de fuerzas enemigas de Estados Unidos. Lo llamativo es que casi nadie recuerda que después de aquellas derrotas tan contundentes, los norteamericanos todavía se levantaron y algunos años más tarde vencieron a la Unión Soviética. Cierto, China es infinitamente más poderosa en términos económicos de lo que nunca fue la Unión Soviética. Cierto, la polarización extrema de Estados Unidos ha destruido el consenso bipartidista en temas fundamentales y ha complicado decisivamente la gobernabilidad y la unidad nacional frente a las amenazas del exterior. Cierto, los aliados internacionales de Estados Unidos desconfían cada vez más de la continuidad de los compromisos de política exterior norteamericanos, pues dependiendo del partido en el gobierno cambian drásticamente las prioridades y las alianzas. Todo lo anterior es verdad y, sin embargo, el final todavía no está escrito.

En una frase no por muy citada menos cierta, Milán Kundera escribió “los amores son como los imperios: cuando desaparece la idea sobre la cual han sido construidos, perecen ellos también.” La idea que sustenta la hegemonía estadounidense no es su poderío militar, ni la debilidad o fortaleza de sus enemigos y alianzas internacionales, aun cuando todos estos factores sean muy importantes. La idea que sostiene y proyecta a Estados Unidos es el sueño americano. Si bien los datos económicos no dan mucho espacio para el optimismo en torno a la movilidad social, lo cierto es que su población sigue creyendo que es posible. No nada más la población estadounidense cree en el sueño americano, cientos de miles de seres humanos procedentes de todo el planeta (ricos, pobres, altamente calificados o desprovistos de formación técnica) intentan llegar a Estados Unidos año con año buscando una vida mejor. Una vida económicamente próspera y con mejores oportunidades para sus hijos, pero también una vida políticamente libre de persecuciones por el credo religioso y/o político que puedan profesar. El plan de reconstrucción de infraestructura y de rescate económico del presidente Joe Biden apunta en esa dirección. Si tiene éxito, Estados Unidos podrá sostenerse más tiempo como la potencia dominante. Si fracasa, como dice Haass, experimentaremos un nuevo sistema internacional, cuyos perfiles todavía no están claros.

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