Por: Raquel López-Portillo Maltos. Asociada Comexi (@RaquelLPM)
El ascenso de excéntricos líderes de derecha radical ya no es una excepción a la regla. Generalmente, se ha atribuido su éxito electoral al hartazgo social, a sus fórmulas mágicas o a su carisma. Si bien estos factores son ciertos, la ultraderecha contemporánea trasciende las etiquetas convencionales. La orientación ideológica es solo el pretexto bajo el cual erigen una agenda que les permite salirse de los límites establecidos por la democracia liberal. Son líderes a la medida, tan religiosos, conservadores o políticamente incorrectos como sus seguidores (y sus patrocinadores) demanden.
Aunque categorizarlos dentro de un mismo movimiento es tan complejo como erróneo, el triunfo y la subsecuente saga que siguió a la administración de Donald Trump dotó de un sello particular a los Mileis, las Le Pens y los Bolsonaros del mundo. El foco de atención está en sus exabruptos, en sus mentiras y en sus cruzadas anti-derechos, aunque quizás habría que redirigirlo también hacia aquellos que tan vehementemente los defienden.
Sus adeptos tampoco parecen estar motivados por preceptos característicos de la derecha como la libertad, la moral o la identidad nacional. La irrupción de estas figuras en el escenario internacional les ha dotado de una aparente licencia para socializar la visión anti-democrática que sus líderes promueven sin temor a las consecuencias. La caja de Pandora está abierta y no parece haber sobre la mesa alternativas lo suficientemente atractivas para cerrarla.