En febrero de 1996, cuando el siglo XX se enfilaba hacia su fin, David Huerta Bravo, el enorme poeta de mi generación y muchas otras, escribió una dedicatoria luminosa, para su “hermano, colega y mil otras cosas que quedan encendidas en el corazón de nuestra inquebrantable amistad.”

El libro se titula “La sombra de los perros”.

Cierto. Esa amistad jamás se fracturó.

No pudieron contra ella ni los bandidos del campo, ni mi velocidad alcohólica en un auto contra cuyo parabrisas el poeta quedó con la cabeza abollada; ni la distancia, ni el mal tiempo, ni los viajes, ni las diferencias políticas; tampoco la suerte, mucho menos los trabajos, ni los relojes o los calendarios, y desde ayer, tampoco la muerte, porque David, “a quien tanto quería”, también se me murió como del rayo, si se vale usar esta línea de Miguel Hernández cuya lectura escuchaba -hace apenas unas semanas-, en su voz precisa, clara y sabia en un conversatorio sobre el poeta de Orihuela en el Ateneo Español.

Fue mi última vez con el David escénico, el David catedrático, quien dominaba la palabra y tomaba la atención de la audiencia como si la sujetara del cuello.

Acentuaba sus lecturas -o las citas surgidas de su formidable memoria-, con los dedos aéreos como cuando cosechaba los arpegios de su hermosa guitarra, porque aunque muchos no lo sepan, digitaba con maestría músicas de Bach o Villa-Lobos y entonces era un espectáculo inquietante; dueño de la cátedra, describía, una tensa flecha en el arco de la poesía, los versos ajenos o las obras propias, el análisis profundo de la literatura, las líneas invisibles surgidas de Góngora y seguían por la ramazón de la palabra hasta Hernández o Juan Ramón Jiménez.

Esa tarde lo llevé a su casa. Lo dejé en la puerta y nos prometimos comer juntos. No hubo más tiempo excepto para innumerables pláticas telefónicas con intercambio de recetas y consejos medicinales. La última, el uno de octubre.

Poco antes, una circunstancia generosa de su parte nos reunió en el mes de junio.

-Tienes que hacer una presentación; yo te ofrezco La Casa del Poeta.

-David, pero es un libro de testimonios periodísticos, nada que ver con Ramón.

-No digas que no, vamos a hacerlo.

Y lo hicimos, y él leyó una nota elogiosa hacia mi trabajo y yo sabía que todo eso no me lo merecía por los textos sino por ser su amigo, por su enorme corazón, porque su amistad era como un mérito en la vida, el privilegio de sentirlo tan cercano, tan bueno, en el sentido purificador de la palabra bondad.

Esa fue la segunda casa del poeta. La primera, enfrente de mi puerta, en la Segunda Colonia del Periodista, con Mireya, su madre, y sus hermanas, Andrea y Eugenia.

En el año 2015 David recibió el Premio Nacional de Letras. Se lo entregó Enrique Peña Nieto a quien no le profesaba aprobación alguna. Lo más sencillo hubiera sido un desplante en la triste alfombra.

Pero David no hizo eso. Recibió el diploma con sencillez y orgullo y le entregó al presidente, una carta crítica con claridad y respeto. El cetro y la pluma, habría dicho Octavio Paz cuya cátedra Huerta coordinaba en la UNAM.

Hoy muchos comenzarán el interminable análisis de su poesía. De su compleja y altísima obra. Hablarán de “Incurable” y algunos conocedores se remitirán a “El jardín de la luz”, su primer libro. O al “Cuaderno de noviembre”.

Yo me quedo con estos versos, dignos de esta noche en que escribo al cobijo de su cercano recuerdo:

“…Está la muerte visiblemente aquí, en el horror de una cabeza que está ahora en el agua -se sumerge, lirios y ramas cubren ya su descenso- lo que se ve es toda la muerte ahora.”

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