La demócrata Nancy Pelosi, Presidenta de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, anunció el pasado martes 24 de septiembre su decisión de iniciar el proceso de impeachment (juicio político) contra Donald Trump “por los deshonrosos hechos de encubrimiento, traición a nuestra seguridad nacional y a la integridad del sistema electoral”. Ningún Ejecutivo Federal estadounidense ha sido destituido por ese procedimiento, que debe ser activado por la Cámara Baja y resuelto por el Senado. En 1868, Andrew Johnson sorteó su desplome por un voto, a raíz de los vetos promovidos a la ley de derechos civiles; mientras que Clinton libró hace una década el juicio por perjurio y obstrucción de la justicia con mayor facilidad. En 1974 el republicano Richard Nixon evitó ser el primer presidente destituido al dimitir de su cargo antes que se pusiera en marcha el juicio político, por haber espiado a sus contrincantes electorales en el evento conocido como Watergate.
Desde el inicio de la administración Trump, la idea de su remoción ha sido operada por los demócratas en razón de que cuando éste era candidato presidencial en 2016, coordinadores del primer círculo de su campaña se reunieron con oficiales rusos a fin de adquirir información confidencial que perjudicara la campaña e imagen de la candidata demócrata.
La disyuntiva planteada ahora es la transcripción de una llamada telefónica entre Trump y el presidente Volodymir Zelensky, en la cual el estadounidense presionó al ucraniano para que revelara acusaciones de corrupción en contra el hijo del exvicepresidente y aspirante demócrata mejor colocado para la contienda del próximo año, Joe Biden.
La prudencia con que los demócratas han contemplado la posibilidad de iniciar juicio político contra el mandatario es proporcional a la gravedad de la acusación: “Trump habría condicionado la ayuda militar a un aliado crucial, vecino de la superpotencia rusa, a cambio de la complicidad para influir en la contienda interna de los Estados Unidos”. En ese caso el magnate puso en juego intereses vitales de la nación para beneficio exclusivo de sus propias aspiraciones electorales. Como lo explica The New York Times: “constituye una señal de alarma para cualquier Jefe de Estado, pues Trump carece de miramientos cuando cree que puede obtener una ganancia política”. Advertencia válida para nuestro país, al que dijo haber usado para su “propio beneficio”.
Desde la perspectiva jurídica su responsabilidad es inobjetable, como lo es la fragrante obstrucción de la justicia. Los demócratas calculan las consecuencias políticas que podría tener una eventual victoria de Trump en el proceso. Para que el juicio prospere es necesario el apoyo de dos terceras partes de los senadores (67 de 100). Objetivo inalcanzable para la fracción demócrata que sólo suma 45. A menos que se produjera una ruptura tan inesperada como improbable en las filas de los republicanos, todo apunta a que Trump sería absuelto gracias al entramado de intereses empresariales, armamentistas (NRA) y xenófobos (Tea Party) que le ofrecen un apoyo absoluto.
Resulta atroz que una “presidencia desquiciada” cuente con una coraza inquebrantable, en virtud de que los mecanismos democráticos de contrapeso existentes en la ley se revelan inoperantes en la realidad a consecuencia de los intereses corruptos. Antigua dicotomía de la historia estadounidense cuya parafernalia moralista sucumbe en el pantano del doble lenguaje. A los países afectados por la hipocresía sólo les queda apostar a la teoría del “Pato rengo”, esto es al debilitamiento del país más poderoso del mundo por efecto de la descalificación de sus gobernantes. En esta circunstancia es obvio que México debiera actuar de modo más contundente en defensa del interés nacional. Debiéramos privilegiar nuestra acción en los foros multinacionales, en vez de empantanarnos en un bilateralismo tramposo y cortoplacista.
Diputado federal