A propósito de los recientes debates sobre autonomías constitucionales, bancos, fideicomisos públicos, organismo descentralizados y desconcentrados, entre otros, me dispuse a compendiar y actualizar estudios elaborados hace 50 años cuando eran a mi cargo como subsecretario de la presidencia. Las primeras conclusiones resultan aleccionadoras en varios sentidos. En total suman 708 instituciones, número sensiblemente mayor al que había entonces. Gran número de ellos provienen del “nacionalismo revolucionario” que postulaba una mayor intervención del Estado en la economía, así como de una creciente especialización de los servicios públicos. También de un acusado “sexenalismo” que incentivó los legado institucionales de los gobernantes como si fueran monedas de los monarcas.

En un sistema de partido hegemónico había que repartir entre adeptos, correligionarios, paisanos y familiares tanto cargos de representación política como puestos públicos en todos los niveles. A pesar de la profesionalización diplomática, los presidentes reinciden en nombrar a su guisa cónsules y embajadores. Sólo han escapado de esta invasión las fuerzas armadas, después del General Amaro. Se ha orientado el aparto burocrático conforme a la rosa de los vientos: la obesidad, la redundancia de funciones, la ausencia de objetivos y la escasa rendición de cuentas. La pinza se cierra con los cuerpos y métodos ocultos para reprimir o premiar —el ogro filantrópico de Octavio Paz—.

El fruto apetitoso de estas deformaciones es el empleo. Junto con la milicia y el sacerdocio fue desde la Colonia el destino natural de los mestizos en ascenso: “vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”, dijiera un clásico vernáculo. Si sumamos los puestos de trabajo que proporcionan los tres órdenes de gobierno —sobre todos los maestros— tendríamos una radiografía aproximada de la clase media mexicana. Dique relativo al trabajo informal, nada deleznable dentro de un universo de desigualdades.

En los años 70’s preconizamos la “Reforma de la Administración Pública”, como vía imprescindible para modernizar al Estado, pero con el tiempo advertimos que esa pretensión ha fracasado sucesivamente en nuestro país. Unos las atribuyen a las propias contradicciones constitucionales y otros a la esencia de nuestras cultura: somos por entero un pueblo barroco e inventor del churrigueresco. Países semejantes al nuestro como Brasil, Sudáfrica y Turquía aligeraron el peso de sus burocracias, fomentando empresas públicas productivas.

En México los neoliberales remataron las empresas del Estado y convirtieron algunas en monopolios privados. Devolvieron la banca comercial a sus antiguos detentadores, desregularon la economía y entronizaron a los mercados financieros, pero no adelgazaron la administración pública. Disminuyeron el poder del Estado pero no su volumen. En vez de adelgazar la administración, amputaron sus cabezas. Preservaron la burocracia, pero no incrementaron su eficiencia. Mantuvieron el aparato ante la imposibilidad de destruirlo o la incompetencia para reorganizarlo.

Así heredemos el “elefante reumático” que denunció el presidente López Obrador ¿Cuál sería el proyecto de la 4T respecto a la hidra burocrática? Desde luego implantar el servicio civil de carrera, promover cuadros probos y competentes, combatir sistémicamente la corrupción, liquidar los conflictos de interés, dignificar el servicio público y apostar a la innovación tecnológica. Garantizar el derecho ciudadano al buen gobierno.

Diputado federal

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