Allí estaban, con sus caras de pesadumbre, Felipe Calderón ; su esposa, Margarita Zavala , y su secretario de Seguridad Pública, Genaro García Luna . Era el 12 de febrero de 2010. Frente a ellos, Luz María Dávila gritaba que sus dos hijos no eran delincuentes, que los habían asesinado en Villas de Salvárcar con otros 14 jóvenes, y que ella exigía justicia.
Dos meses después, García Luna llegó a Juárez con su Policía Federal , para hacerse cargo de la seguridad pública. Y unas semanas más tarde, sus socios obtuvieron los primeros 50 millones de pesos en contratos para aumentar la vigilancia en Juárez. Supuestamente eso traería, al fin, paz y tranquilidad a las familias agraviadas.
Los socios de Genaro llegaron a Juárez como antes habían llegado a vender equipo en el Cisen , en la Secretaría de Seguridad Pública, en la Procuraduría federal . A cada crisis y cada patriótico discurso sobre la “guerra contra la delincuencia”, sobre la valentía del gobierno, siguieron el dinero, los contratos.
Los socios de García Luna, Samuel y Alexis Weinberg, llegaron a Juárez a través de una compañía que nunca antes había operado en México, llamada Nunvav, que se había creado en Panamá. Entre el día de aquel discurso calderonista por el asesinato de los jóvenes y la mañana cuando García Luna fue detenido en Texas, nueve años más tarde, Nunvav ganó 400 millones de dólares, con el pretexto de la pacificación de México.
El dinero era para equipo, sistemas, estrategias, evaluaciones, modernización. El dinero terminó en 84 compañías regadas por el mundo, y en casas, yates, relojes, Ferraris, Roll-Royces, aviones, restaurantes, empresas, revistas, bodas fastuosas, universidades privadas. El caso de Salvárcar es solo uno de muchos ejemplos en estos años, en que a la desgracia ha seguido el discurso, y luego el contrato, el cobro, los lujos… mientras las calles siguen sembradas de cadáveres y el país es un mapa de familiares buscando a los suyos en fosas.
Los Weinberg operaban entonces desde una casa en Polanco, propiedad de Julia Abdala, la pareja del actual director de la Comisión Federal de Electricidad, Manuel Bartlett. Y Genaro había conocido a los Weinberg mientras colaboraba desde el Cisen con funcionarios actuales, en investigaciones civiles-militares de contrainsurgencia.
La historia de la obsesión con los aparatos como medida de salvación del país –y el lucro con ellos, al amparo de ese discurso– no inició con Calderón y no terminó con el final del gobierno de Enrique Peña Nieto. Más allá de los discursos presidenciales, en México se ha fraguado una maquinaria en torno a esa “guerra”, cuyas ventajas no solo han sido políticas, sino también, y en gran medida, económicas.
Durante los últimos ocho años, he trabajado en una larga investigación sobre este ángulo poco explorado de la desgraciada etapa que México ha vivido, y vive, con un pronóstico oficial de 40 mil asesinatos para el cierre de 2020.
Los millonarios de la guerra es el nombre que hemos puesto a una investigación que inicié hace ocho años, y que se publicó esta semana, como un libro del sello Grijalbo, de Penguin Random House. No es una investigación sobre el pasado, no es una narco-investigación, sino un larguísimo reportaje escrito como una novela de no ficción, que busca aportar al debate público sobre nuestro presente, sobre la forma como aún se entiende y opera la seguridad pública en el país, como aún se reparte de manera muy desigual el dinero para la paz, entre las escalas más altas y más bajas de esa cadena del poder y del luto.
La historia de García Luna es un ejemplo, pero no es el único. Muchos millonarios de la guerra siguen andando en las calles de México. Millones de víctimas, también. De esto trata mi libro.