Comienzo a leer un libro y lo abandono. Comienzo un poema, una base de datos, una tarea, una propuesta. Luego llega un niño: oye, mamá; luego el otro y el otro. Hay los niños que amo, el hombre que amo, las amigas, los conocidos, una pandemia entera, entre mis ocupaciones y yo. Me siento diluida, dividida, distraída, tratando de cumplir, de ser todo lo productiva que creo que debería ser. En mis listas de pendientes voy y vengo entre las compras, la ropa, los cargamentos decomisados de cocaína, los contratos públicos, los expedientes judiciales, los abrazos y las explicaciones para calcular el área de un rombo.

¿Sabe usted cuál es la fórmula para calcular el área de un rombo? ¿Sabe cómo se conjuga comer en la tercera persona del pretérito en francés? ¿Sabe cuáles partes conforman un humedal?

Estoy en el laberinto de los días. Nada empieza y nada termina. Ni las semanas, ni los meses. No solo somos cocineros, profesores, limpiadores, terapeutas, maestros de educación física, música e historia. Somos también lo que pretendíamos ser antes, en las horas cuando cada quien podía ocuparse de sí mismo, o de leer el periódico, o de mirar cómo caía una hoja sobre el pavimento, o de reírse sin culpa porque le pareció gracioso un meme, sin sentir que estaba distrayéndose, desocupándose de su labor de contener al otro.

Nos encerramos en marzo. Han pasado 11 meses, dice el calendario. Ha pasado toda una vida, varias vidas . He hablado con quienes amo de temas sensatos y profundos, hemos necesitado silencio, música, baile, espacio. Es-pa-cio. Respirar sin que en la atmósfera pulule eternamente el desecho carbónico del otro. Respirar y continuar. Pensar en nuestro pequeño privilegio de clase, en nuestro trabajo seguro, nuestros vales de despensa, nuestras facturas pagadas. Defendemos con ahínco el pedazo de cielo que vemos desde nuestro rincón rentado del mundo y no nos preguntamos: ¿para qué?

Veo las fotos de quienes están menos encerrados y las crónicas de los otros encierros. La luz en la esquina donde Nuria lee, la mesita donde da el sol de la tarde en casa de Renata, el escritorio junto a la pared de Gabriela, los atardeceres que retrata Denise, la mesa con la laptop en la cocina de Claudia, la risa de Nico, el hijo de Bárbara, la lengua jadeante del perro de Miriam, la forma cómo se arquea la espalda de Alfredo cuando está escribiendo.

Mi trabajo consiste en observar, pero nunca antes reflexioné, por ejemplo, cómo mi generación, a la que ahora le dicen que espere, que se contenga, obtuvo siempre todo de inmediato, con mecanismos precarios, pero rápidos, que no nos ha legado ningún entrenamiento para el arte de la paciencia. Mis hijos no saben esperar a que termine mi llamada para hacerme una pregunta. Yo misma no sé esperar. Me pierdo en la pregunta inmensa de hasta cuándo. No puedo esperar a que esté lista una página web, a que me contesten una solicitud de información, a que termine el eterno mensaje de voz que me envió una fuente.

La desesperación nos ha llevado al contagio, me dijo una doctora hace un par de semanas. Los clasemedieros se han cansado, quieren vivir, no les importa mucho cuánto, dijo, y yo recordaba a los niños sicarios que preferían un año de lujos que una vida en la labor y los cultivos, o las niñas que iban a fiestas con los Zetas para juntar dinero para el cumpleaños de su hijo, al que no llegaban vivas. Pero también pienso, ¿quién soy yo para juzgarlos?

Hace un año que soy la maestra de mis hijos, la autora que escribe de madrugada, la periodista que encuentra sus historias mirando las estaciones irse y venir en la ventana, la que se encarga de producir todos sus roles simultáneamente sin permitirse que su ánimo arrase con ella. No sé si esta reflexión mía y de quienes me han confiado sus historias le sirva a usted, que lee este texto. Espero que al menos le haga sentir su desesperación menos desierta.

@PenileyRamirez