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Micaela Cabañas tenía menos de dos meses cuando el Ejército se la llevó de su casa al campo militar número Uno, en noviembre de 1974. Un mes más tarde mataron a su padre, el profesor Lucio Cabañas. Aprendió a caminar, a hablar, siendo una desaparecida, una de nadie sabe cuántas víctimas de abusos del Ejército, del gobierno mexicano.

Pasaron 37 años hasta que mataron a su madre, cuando salía de un templo, en 2011. El gobierno dijo que era un ajuste de cuentas del narco. Ella dice que su madre era una testigo privilegiada de una historia que el gobierno quería, quiere, ignorar. Dice que por eso era útil su muerte.

María Antonia, su prima, perdió a su padre cuando tenía ocho meses. Fue desaparecido, su familia perseguida, ella misma, a los tres años, violada por militares.

Los registros de estos y otros cientos de casos están organizados, nombre por nombre, en Lecumberri y otros archivos. Los halló Camilo Vicente, el único historiador que ha logrado demostrar que la desaparición forzada en México fue, ha sido, una violación sistemática desde el Estado.

Vicente encontró los partes de traslados de cárceles legales a ilegales, las actas de liberación que jueces firmaban para decir que un detenido no estaba muerto, se había ido por su cuenta. Halló también las guías de interrogatorios, las pruebas de que la desaparición forzada transcurría los mismos cauces de presupuesto y burocracia, como otro trámite estatal. Los reseñó en su libro Tiempo Suspendido, que acaba de publicarse y presenta la visión –desde el archivo oficial– más cruda y jamás mostrada de los abusos contemporáneos del gobierno.

En febrero de este año, la familia Cabañas recibió una disculpa pública, como parte de un reconocimiento general del Estado a las víctimas de la guerra sucia, en Atoyac. Pero ellos dicen que no sirvió de nada. Su plan de reparación del daño ha sido ignorado, la ayuda prometida para alimentos, para recuperar su patrimonio, para tener medicinas, que les corresponde como víctimas, no ha llegado. Lo cuentan por teléfono en largas entrevistas María Antonia y Micaela, diciendo que se sienten engañadas, usadas, revictimizadas, que el mismo Ejército que es cuestionado hoy en México por la actuación contra el crimen organizado arrasó sus casas, sus vidas, que siguen impunes.

Micaela dice que su padre gestó el programa que tiene hoy este gobierno, que sus propuestas están en los postulados que dejó. Dice que ella quiere hablarle a la cara al presidente, decirle que se siente igual de víctima, igual de abandonada que en los gobiernos que antes combatió, que ella vivía ilusionada con la victoria democrática de la izquierda, que esto le duele más.

“Teníamos la esperanza de que por fin nos den un poco de justicia”, dice Micaela. Pero no sucedió. “Nos engañaron”, secunda María Antonia. “Queremos exigir”, dicen las dos. Y convocan a manifestaciones en Atoyac y la Ciudad de México este 2 de noviembre. Con velas, para honrar a sus desaparecidos. No con armas, con abrazos, los mismos abrazos que se les han colgado en los brazos durante más de cuarenta años. Sin una verdad, sin saber qué les hicieron, sin que el gobierno que anhelaban los reciba siquiera para una audiencia.

Les piden papeles y papeles, y nada. “Estoy enferma de tanto estrés”, dice Micaela. “Tengo una enfermedad en los huesos por vivir tanto tiempo con miedo”, dice María Antonia.

En el libro de Vicente, muchas otras voces cuentan historias similares. Y el gobierno federal hoy sigue embromado en su burocracia, sin respuestas, sin ayudas reales, siendo más de lo mismo.

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