Para Alfredo Ávila, con agradecimiento.
El tiempo que llevamos aquí es lo que le tomó a Phileas Fogg para darle la vuelta al mundo. Mi hijo mayor dijo esto después de que le conté que el próximo domingo cumpliremos 80 días de encierro en casa. La comparación de nuestra cuarentena con La vuelta al mundo en 80 días, me cimbró.
Empecé entonces a preguntar qué sentían los otros. No los que tienen que salir, atender enfermos en un hospital, o se han enfermado; sino los que, como yo, son conscientes de que tienen el privilegio de quedarse en casa, pero que ese privilegio ha llegado con insomnio, estrés, angustia, ansiedad, y una sensación de que viven en una pausa. Más de 400 personas me dijeron en Twitter que sienten que morirán de estrés y no de coronavirus. Cuento algunas de sus historias en estas breves líneas porque sé, queridos lectores, que también son muchas de las suyas.
Sandra Strikovsky tiene 44 años. Es traductora, con una hija de ocho. Se levanta a las 6, medita, trabaja todo el día, hasta las 11 de la noche, limpia su casa, atiende a su hija. Y casi no duerme. Hace unos días salió, en un monopatín. “Antes de salir tenía miedo, era absurdo, no iba a ver a nadie”. Durante 13 años ha trabajado desde su casa, pero ahora se siente improductiva, lenta. Cree que vive en una pausa, que saldrá y verá los estragos “como si hubiera pasado una guerra”.
En la clase de la hija de Sandra también está la pequeña de Valentina Riquelme, que se levanta a las 5 de la mañana y trabaja tres horas “sin niños y sin llamadas”. Luego pasa el día entre clases, ciberjuntas, cocina y otras labores de la casa. Se levanta de la computadora a las 9 de la noche. “Y luego doy de cenar, leo cuentos, lavo dientes” para terminar fulminada, a las 11. “Y no lloro, porque estoy medicada”, me dice. Antes de dormir, revisa Twitter para saber de qué debe estar pendiente al otro día.
Al otro lado de la Ciudad de México, Cynthia Carrillo comienza a trabajar a la hora en que suele dormirse Valentina. Corrige reportes de la institución de evaluación académica donde labora, hasta las tres o cuatro de madrugada “a veces las cinco” porque prefiere esas horas de insomnio para avanzar. Se levanta y se reparte los quehaceres con su tía, su abuela, sus padres. Eso, y las comidas, le toman casi toda la jornada. Extraña sus tres horas diarias en Metrobús, de ida y vuelta diariamente a su trabajo “porque era el tiempo en el que podía leer, por placer”.
También Ana Díaz, académica del CIDE, echa de menos sus días en la oficina. Dice que en su rutina no siempre es lo mismo. Va de una junta a otra, con trabajo doméstico, revisiones académicas, investigaciones. Algunos días llora de desesperación. Vive angustiada por su hija, médica, y por su hijo, que vive en Estados Unidos. “Me acuesto molida, no concilio el sueño antes de las 12. Y despierto a las 5”, me cuenta.
A Ana le importa el tiempo que dedica a desinfectar lo que llega del supermercado y mantener el orden. Esto le pasa también a Nadja Breton, a quien le cancelaron muchos de sus proyectos y ahora extraña a su hijo y su nieta, a quienes no ha visto en más de un mes, aunque viven a un kilómetro de su casa. Confiesa que a veces llora mientras se baña, que se pregunta qué pasará con su casa, con todo lo que la clase media de su país construyó con años de esfuerzo y ahora parece que se esfumará en los años de crisis que vienen.
Rosa trabaja en prensa en un municipio de México. Tiene dos hijos y un marido que sale aún todos los días. Le estresa recibir llamadas constantemente y tener que ser al mismo tiempo mamá, esposa, trabajadora, en un mismo espacio y sin margen de error. “Aunque nos levantamos, caminamos y hacemos, estamos estacionados. Es esa sensación de que aquí estás, sin poder hacer algo. De pronto todo lo que haces no basta”.
Entrevisté para esta columna a Alejandro, Ricardo y otros que sienten que trabajan más que antes, que todo gira en torno a las malas noticias, y ven como nunca la desigualdad en México. Desde esa posición de privilegio, hacen lo que pueden desde el sitio de la sociedad y de la vida donde están, en sus propias vueltas al mundo, y estas son historias que también tenemos que contar.
@PenileyRamirez