Hace días el mundo fue testigo de una nueva y deleznable muestra de violencia policial en Estados Unidos, profundamente motivada por el racismo, que resultó en la trágica muerte de George Floyd. Las protestas han sacudido al país norteamericano mostrando el hartazgo de una parte de la población estadounidense que ha dicho: “¡basta!”.
Existe la sensación de que el mundo se viene abajo no sólo por la pandemia en la que estamos sumergidos desde enero de 2020, sino por este (nuevo) estallido social en una potencial global como Estados Unidos.
Para los que llevamos estudiando la crisis global desde hace algunos años, esta convulsa coyuntura no sólo no es nueva, tampoco es sorprendente. Y no estoy hablando de la imprevisible crisis sanitaria. Estoy hablando de un proceso de disrupción a nivel sistémico que ha existido desde hace varias décadas y que podemos llamar una “crisis civilizatoria”: el conjunto de procesos biofísicos y problemáticas eco-sociales interconectados que condiciona el futuro de la humanidad tal y como la conocemos.
La crisis civilizatoria es un ensamble de diferentes crisis que convergen y se retroalimentan entre sí, de la que ningún Estado se escapa. Se trata de una crisis multifactorial que podemos fraccionar en las siguientes dimensiones: económico-financiera, geopolítico-geocultural, energética y medioambiental. Esta última, la dimensión más determinante y grave.
La intensificación de las tensiones interestatales e intraestatales que está experimentando el mundo desde hace un par de décadas —documentada por el Heidelberg Institute for International Conflict Research— es una manifestación directa de la crisis civilizatoria que afecta a la estabilidad política de los Estados.
Con base en una serie de estudios de casos, el investigador Nafeez Mosaddeq Ahmed ha mostrado que la degradación de las bases biofísicas necesarias para la reproducción social —como consecuencia de la actividad termo-industrial humana— está amplificando las tensiones geopolíticas, la violencia intraestatal y el descontento social en el mundo.
Esta violencia política que el mundo experimenta se debe principalmente a que los Estados siguen apostando por estrategias tradicionales de “seguridad” basadas en la expansión del poder (político y militar) y en el crecimiento económico para garantizar la estabilidad del orden sociopolítico. Es decir, no se están atendiendo las causas estructurales de la crisis civilizatoria (sobre todo las causas energético-medioambientales) y se está privilegiando cada vez más el unilateralismo, el militarismo y el desprendimiento del orden multilateral liberal que por años garantizó la estabilidad política del sistema internacional de Estados.
En este contexto, también estamos siendo de testigos de lo que el geoestratega estadounidense Zbigniew Brzezinski llamó el “despertar político global”. Las sociedades del mundo jamás habían sido tan conscientes de las desigualdades, de la injusticia, de la violencia económica. Las minorías y grupos históricamente oprimidos en los países desarrollados están reclamando derechos e igualdad en sitios en donde el racismo, la discriminación y la segregación están profundamente arraigados en la psicología social y en la identidad nacional. Más aún, se trata de sectores cuya condición de clase les hace más vulnerables frente a los diferentes vectores de la crisis civilizatoria y, evidentemente, frente a la actual pandemia.
Aunque las revueltas populares como la que estamos viendo en Estados Unidos pueden ser el inicio de una serie de cambios emancipadores, también existe el riesgo de que refuercen las propuestas políticas fundamentalistas y el tránsito hacia el autoritarismo en Estados del Norte global.
La extrema derecha está ganando terreno en numerosos países de “tradición” democrática. Hace algunos años, era todavía inconcebible que movimientos como los de Geert Wilders en los Países Bajos, de Boris Johnson en Reino Unido, de Marine LePen en Francia, Norbert Hofer en Austria, Donald Trump en Estados Unidos, así como los grupos neonazis en Alemania y Suecia, tuviesen la fuerza política que ostentan actualmente. Y aunque cada uno de estos tienen objetivos nacionales particulares, todos han obtenido el apoyo de las masas descontentas —en su mayoría blancos de clases populares—gracias a una retórica mesiánica, ultra-reaccionaria y nacionalista. Demagógicas y populistas, estas propuestas políticas tienen un denominador común: la promesa de una salida rápida de la crisis.
Son proyectos que se venden como “nacionalistas”, “antiinmigración” o “anti-establishment”, pero en realidad su éxito y popularidad se basan en sus conexiones con el antisemitismo y la islamofobia.
Los Estados Unidos de Trump han marcado el camino a seguir por la extrema derecha para llegar y consolidarse en el poder:
1) Intoxicar el debate público con una propuesta nacionalista que promueva la defensa de los “verdaderos” ciudadanos contra los “peligros” de la migración y que anteponga la cultura de la “nación”;
2) Instrumentalizar los riesgos económicos actuales y las supuestas amenazas a los “valores fundacionales de la nación” para sembrar miedo en la población y justificar la necesidad de un cambio verdadero que sólo este proyecto, movimiento o partido, puede garantizar;
3) Cooptar a los electores indecisos con tendencia conservadora —industrias fósil y armamentista, grupos obreros blancos y clases medias venidas abajo y fundamentalistas cristianos— con una narrativa que se adapte al abanico de demandas populares y corporativas, haciendo uso de las nuevas tecnologías (big data, redes sociales) como herramientas de propaganda y manipulación de la opinión pública;
4) Llegar al poder democráticamente con el apoyo de las redes financieras euroatlánticas filonazis y de ciertas industrias/grupos ultraconservadores y supremacistas;
5) Esperar y aprovechar un evento crítico que funja como justificación para comenzar a desdoblar la maquinaría fascista haciendo énfasis en el “orden”, en la “seguridad” y en los “valores” tradicionales, por definición excluyentes.
La manera en que manejemos la crisis civilizatoria en el futuro próximo dependerá de las decisiones sociopolíticas que tomemos hoy. Sin embargo, el panorama no es nada alentador. Uno de los mayores riesgos a la seguridad internacional es que los neofascismos lleguen el poder democráticamente en muchos Estados occidentales, como ya es el caso en Estados Unidos. Ante esta posibilidad, la sociedad civil debe movilizarse y luchar por sociedades más justas, igualitarias, sostenibles y realmente democráticas.
Especialista en Seguridad Nacional