El presidente Donald Trump es un experto en marketing. Acaso, el líder que mejor sabe sacar provecho de las nuevas formas de comunicación y de difusión de la información. Forjando estas habilidades desde sus años en la telerrealidad y codeándose con la farándula, Trump entendió que los estadounidenses no quieren un líder político intelectual e ilustrado, quieren a un showman que les diga los que quieren escuchar. Que se parezca a ellos, que los mime y que les diga lo grandes que son, que les diga lo mucho que merecen, que haga a “América grande de nuevo”.
Trump es un presidente atípico. De estilo provocador, siempre se muestra sobrado de confianza y no duda en atacar a quien le ataque, en contraatacar sin tapujos con ayuda de su mejor arma: Twitter. El inquilino número 45 de la Casa Blanca ha cambiado la manera de dar noticias. No se tiene que pasar por un gran medio de comunicación para dar información ni por una pomposa conferencia de prensa. Los tuits de Trump tienen siempre una intención, nunca son al azar. En 140 caracteres puede generar tensiones diplomáticas con este u otro régimen, o puede sentar las bases de un nuevo acuerdo internacional, limar asperezas con ciertos gobernantes o decir lo provechosa que fue su reunión con Kim Kardashian.
Trump molesta a casi todo el mundo porque ignora (y hasta denigra) los protocolos diplomáticos, las buenas maneras. Desde su investidura, muchos comentadores lo han tachado de “arrogante”, de “ignorante”, de “irracional”. Pero si de algo estamos seguros es de que Trump no tiene un pelo de tonto. Quizás esa imagen de “pirómano irracional” que lo ha acompañado es también una elección calculada. Hacer pensar que en cualquier momento puede explotar y, por un capricho, desencadenar un conflicto armado puede ser una estrategia de comunicación para poder llevar acabo una agenda de política exterior. Mientras más se le subestime mayor es su margen de acción.
Si se analiza con detenimiento, su política exterior es todo menos irracional. El Departamento de Estado ha trazado objetivos extremadamente racionales y concretos. Por ejemplo, su pronta salida del Acuerdo de París le permitió dar vía libre a su estrategia fosilista insostenible desde el punto de vista ecológico, pero necesaria para financiar sus políticas públicas; su acercamiento con el déspota Kim Jong-un mostró al mundo que a pesar de su retórica belicosa y condescendiente, es capaz de sentarse a negociar con absolutamente todos; la firma de un nuevo tratado de libre comercio T-MEC/USMCA (el neoliberalismo en su máxima expresión) demostró que puede someter a todos, especialmente a México, su segundo mayor socio comercial y a un presidente tan nacionalista y presuntamente antineoliberal como López Obrador.
El aseguramiento de los intereses estadounidenses en Medio Oriente, zona sísmica de la geopolítica mundial, es un imperativo geo- estratégico para Estados Unidos, independientemente del partido o del líder en el poder. Desde hace casi dos décadas, la Casa Blanca y el Pentágono han estado buscando un regime change en Siria (el fin de la dinastía Al-Assad), en Líbano (el desmantelamiento del Hezbolá) y en Irán (la caída del régimen teocrático chiita). Estos tres, los últimos grandes obstáculos para el posicionamiento (hegemónico) de Estados Unidos en la región.
El reforzamiento de la relación estratégica con Israel (el traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén y el reconocimiento de la soberanía israelí sobre el Golán) se enmarca en esta estrategia. Cortar el apoyo a las milicias kurdas en Siria, cuyo papel en el combate al Estado Islámico (EI) fue determinante, puede interpretarse como un guiño al presidente turco Recep Tayyip Erdogan beneficioso para la OTAN, pero también como una manera de desestabilizar al ya de por sí frágil gobierno de Damasco.
El bombardeo en territorio iraquí del pasado 3 de enero que terminó con la vida del general Qassem Soleimani puede encuadrarse en esta lógica de desestabilización. Además de ser un “ataque preventivo” para acabar con el responsable de la exportación de la “revolución islámica iraní” en la región, el bombardeo fue una clara provocación. Y parece que el régimen fundamentalista del ayatolá Alí Jamenei mordió el anzuelo.
El revuelo que causó este asesinato fue tal que en las redes sociales y en los medios de comunicación se llegó a especular (de manera infundada) sobre una tercera guerra mundial. Los mensajes que circulaban eran algo así como “Trump está tan loco que va a invadir Irán”, “Trump quiere su guerra”, “China y Rusia van a intervenir. Una guerra nuclear está cerca”.
Ante la ira y la presión popular, a Irán no le quedó más remedio que ripostar el 8 de enero contra dos bases militares estadounidenses en Irak. De no hacerlo, su legitimidad frente a los cada vez menos partidarios del régimen islámico estaría en juego. Todos pensaban que Trump daría el gran paso a su “guerra” invadiendo el Estado persa y cumpliendo con los deseos más carnales del complejo militar-industrial estadounidense.
Parece, no obstante, que Trump ha aprendido (momentáneamente) la lección que muchos de sus antecesores decidieron desatender. Así como la guerra puede ser un propulsor de la economía, puede también ser el camino hacia un desgaste económico insostenible y contraproducente a largo plazo. Y parece asimismo que el presidente estadounidense ha entendido otra lección de geopolítica importantísima: Eurasia ha sido históricamente un “cementerio de imperios”.
El anuncio de las nuevas y (al parecer robustas) sanciones económicas hacia Irán representan un tremendo viraje. Destruyendo todo pronóstico apocalíptico y catastrofista, Estados Unidos dejará por el momento las armas a un lado y apostará por la asfixia económica de un ya debilitado régimen. ¿La “muerte lenta” de la República Islámica ha comenzado o estamos frente a un simple impasse que desembocará en un conflicto armado? El tiempo y los tuits lo dirán.
Especialista en seguridad nacional