Se aproxima la huesuda con su sonrisa irreverente y sus pomposas flores y vestidos. Es la artista mexicana más icónica, famosa desde la época prehispánica, que a pesar del paso de los siglos, no pierde relevancia. Elegante y majestuosa, recorrerá las principales avenidas del país y nuestras redes sociales. La veremos en los panteones, tianguis y en todos los pueblos mágicos de nuestro México místico. Como cada año, se convertirá en primera plana en medios nacionales e internacionales… y nosotros, inmersos en su fiesta, llenaremos nuestra mente de recuerdos color amarillo cempasúchil.
Es la fuerza de gravedad, el magnetismo, la fascinación, que ejerce la muerte sobre el espíritu del pueblo mexicano. Pero como todas las historias de los grandes amores, nuestro romance con la Dama de Negro es complejo, o para ponerle un adjetivo de moda… es tóxico. Es tóxico porque por una parte es de familiaridad, pero también es de irreverencia y de temor, además de su carácter simbólico.
La familiaridad con la muerte comienza con nuestra historia de sangre y obsidiana. Ceremonias, dioses hambrientos, trascendencia, cuatro sacerdotes sujetando de brazos y piernas el cuerpo de la ofrenda, un cuchillo…… “Me arrancaste el corazón”, decimos ahora. La muerte formó parte fundamental en la interpretación del mundo de los pueblos prehispánicos. Posteriormente, fue la muerte la que parió a espada y hierro la fundación de la Nueva España, y después fue la misma muerte la que dio vida al México independiente. Para ella, la revolución mexicana fue noche de gala y baile; la era del México bronco y la tierra sin ley, la de los caudillos, los ejércitos, los bandidos, los zafarranchos y los saqueos.
En el México contemporáneo, la parca nos sigue acompañando todos los días. La vemos de lunes a domingo en los noticieros. En los miles de muertos que por años han dejado las disputas de poder entre los cárteles del narcotráfico; en las vidas perdidas de centroamericanos durante su trayecto en “La bestia”; en las muertes por deshidratación de los migrantes mexicanos en el desierto de Arizona; en las víctimas de la delincuencia y hoy, por supuesto, en las de la pandemia. Por eso, los mexicanos no susurramos cuando nos referimos a ella por su nombre… la muerte no nos es ajena; es un miembro más de la familia, que vive en nuestras casas y comparte nuestra mesa.
Que la muerte nos sea tan cercana significa que nuestra vida se encuentra en peligro de forma permanente. Entonces, si estamos expuestos a morir en cualquier momento, ¿qué sentido tiene vivir? Ya profesaba nuestro apóstol José Alfredo que la vida no vale nada; y si no vale nada la vida, ¿por qué tenerle miedo a la muerte? Quizás por eso los mexicanos la tratamos con irreverencia, pues si de pronto todo puede terminar, mejor pintarle a la muerte una sonrisa, y hacerla nuestra comadre, y decirle la tilica, y salir con ella a echar el chal, e invitarla a que sea la estrella de nuestros desfiles y festejos.
Pero detrás de la amistad que hemos tejido con la catrina, también se encuentra el miedo y el pavor que le tenemos ante su poder. Porque si nosotros somos irreverentes con ella, la flaca es descarada con nosotros, y cuando decide llevarse a alguien, nada podemos hacer. De ahí también proviene nuestra necesidad de caricaturizarla y de hacerla nuestra amiga; todo para disminuir la ansiedad, el llanto contenido, la desesperación ante la impotencia, sordo aullido de dolor, del vacío profundo que se queda en nosotros ante la pérdida de un ser querido.
Pero la dientona sonríe con picardía y nos dice que ella sólo hace su trabajo pero no es nuestra enemiga, luego nos abraza con cariño y entonces la calaca deja de ser la muerte y se transforma en un símbolo de vida. De pronto, nuestros muertos se llenan de poderes mágicos y vuelven del más allá, y los llenamos de ofrendas, y de flores, y de fotos, y de sus objetos favoritos. Les encendemos veladoras, pero no rezamos por sus almas; les rezamos directamente a ellos… ¡están vivos! Y les pedimos que nos cuiden y que nos ayuden, y recordamos sus anécdotas, y nos dan sus bendiciones, y luego derramamos unas lagrimitas de nostalgia… y de pronto volvemos, agradeciéndole a la pelona por abrirnos la puerta para hablarles.
Así los claroscuros del romance de los mexicanos con la muerte: de amistad, de broma y de complicidad; de recuerdos y reencuentros; de irreverencia y de respeto; de espera, nostalgia y misterio; de festejo, orgullo y tradición; de pan, chocolate y tamalitos; de identidad y de magia; de principio y de fin; de presencias en ausencias; de alegría y de dolor; de trascendencia y de duelo; de temor y de esperanza.
Se aproxima la huesuda con su sonrisa irreverente y sus pomposas flores y vestidos. Con ella carga un canasto en el que nos tiene envuelto el regalo de traer a nuestros muertos a la vida. Brindémosle hoy honor a semejante señora.
Gracias, flaca, por ayudarnos a vivir.