El 28 de noviembre de 1963 se fundó el Centro de Estudios Educativos (CEE) en la Ciudad de México bajo el liderazgo de Pablo Latapí Sarre. Su contribución al campo científico, al desarrollo de la política educativa y a la formación de una opinión pública informada es innegable.

Aunque Octavio Paz afirme que México e Hispanoamérica no tuvieron un siglo dieciocho, es decir, un movimiento de Ilustración, sí tuvimos hombres modernos como Latapí que imaginaron un espacio de pensamiento y reflexión desde donde se iban a pensar los principales problemas educativos del país y, gracias al conocimiento generado, se iba a cuestionar al “Rey”, al poder político. Todo ello en función de la justicia y la igualdad. Esto es un claro rasgo “ilustrado” que a 60 años de la creación del CEE habrá que recordárselo a los jóvenes.

El modelo de incidencia del CEE debe estudiarse con mayor detenimiento ahora que en nuestras universidades nos piden que el quehacer científico debe tener un “impacto social”. Uno de los factores por los cuales este centro de investigación fue pionero y tuvo una alta resonancia a nivel nacional e internacional fue su enfoque interdisciplinario. Su primer director tuvo la visión de allegarse de colaboradores que supieran combinar las diferentes técnicas y herramientas analíticas de la economía, la sociología y las ciencias políticas para estudiar los fenómenos sociales y educativos. Ante la complejidad de los problemas que actualmente enfrentamos, la pluralidad de enfoques y teorías no pierde validez, al contrario.

Un segundo elemento que reconozco y valoro profundamente del CEE fue que en tiempos donde “vivir fuera del presupuesto era vivir en el error”, su director se atrevió a pensar fuera de la caja y buscó que su financiamiento proviniera de fuentes diversas. Esto le dio al Centro la capacidad para establecer agendas de investigación propias y algo más sustantivo: la libertad para cuestionar las acciones que los gobiernos postrevolucionarios tomaban en materia educativa. Lógicamente, los gobiernos de entonces, como el de ahora, no comprendieron del todo la función de la crítica pública, se irritaban y reaccionaban sin meditar en cómo reconstituir su autoridad educativa por medio de la investigación. Este defecto sigue presente en los distintos niveles de gobierno del país.

El tercer elemento que a mi juicio explica el alto nivel de incidencia del CEE es su estrategia de comunicación. Ante el tradicional Informe de Gobierno, se organizaron ruedas de prensa para comentar, con datos, el desempeño de las administraciones de entonces y así hacer un balance crítico. También se fundó una revista científica, la Latinoamericana de Estudios Educativos, y se escribían boletines estadísticos, folletos y artículos de opinión. El periodismo educativo se enriquece con el quehacer científico.

Cuarto y último, pese a que el CEE nace bajo el auspicio de una congregación religiosa, la Compañía de Jesús, no fue un espacio confesional. Era en cambio una “institución secular, rigurosamente científica” y con “apertura a todas las maneras de pensar”. Pensar en libertad es otra de las cosas que ahora están en riego en la universidad pública mexicana. Al Centro no lo permeaba ideología alguna, sino un carácter laico y la laicidad, diría el escritor Claudio Magris, “no es un contenido filosófico, sino un ámbito mental, la capacidad de distinguir lo que es demostrable racionalmente de lo que en cambio es objeto de fe”. Con el CEE tuvimos una pequeña, pero muy nutritiva prueba de “modernidad a la mexicana”. Prosigamos su ejemplo.

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