A la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM bajaban los mismísimos dioses del Olimpo: Eduardo Nicol, Leopoldo Zea, Juliana González, Juan José Arreola, Graciela Hierro y demás deidades, eran el ejemplo a seguir.

Pude estudiar en cualquier universidad del mundo; elegí la UNAM y nunca podré agradecérmelo lo suficiente. En México, en Latinoamérica y probablemente en el mundo es la que más oportunidades brinda a sus alumnos. A mí me dio una cultura que trascendió el aula: lo mejor del cine, teatro, danza, música; las mejores bibliotecas. A otros les dio observatorios astronómicos que se cuentan entre los mejores del mundo, laboratorios, buques oceanográficos, una enorme Reserva Ecológica y todo lo necesario para una educación de excelencia. Con talleres, cursos y diplomados abiertos a todo el público en planteles tierra adentro y en el extranjero, la UNAM no sólo educa a sus alumnos: educa a la nación.

Pero sobre todo, nuestra Universidad ha dado al país los mejores docentes, profesionistas e intelectuales de su historia, la cual como estudiante yo releía en sus muros y edificios a través de las obras de arte de Rivera, Siqueiros y O’Gorman, entre otros. Viví rodeada de belleza en un campus que ahora es considerado Patrimonio de la Humanidad.

Me crié en la Universidad que realiza las acciones más socialistas de este país: gratuita para sus estudiantes, la sostiene el pueblo con sus impuestos. En verdad sólo un ignorante podría no apoyar esta nobilísima institución, en la que conviven por igual hijos de empresarios, obreros o grandes intelectuales, y en la que cada uno vale por su esfuerzo y sus capacidades, no por su pedigrí social.

Como estudiante, muy pronto comencé a sentirme en casa. Comprendí por qué mi padre siempre ha hablado de la UNAM de esa manera, como si se tratara del lugar en donde nació. Para mí, la UNAM fue eso; el lugar que me hizo parir lo mejor de mí misma. Al principio parecía yo un camaleón; primero Enrique Hülsz me hizo amar Grecia Clásica y el helenismo; luego corroboré que Kant me deslumbraba, me sentía kantiana y lo mismo ocurrió con Marx, Spinoza y con cada pensador.

Al final de mis estudios comencé a dar clases en Letras Clásicas, gracias al adorado Pepe Tapia, las que dejé para encargarme temporalmente de mis dos hijos. A mi regreso, Juliana González me dio su confianza y comencé a picar piedra nuevamente para regresar a la docencia. Fue cuando comencé a leer a Nietzsche.

Sólo muchos años después me di cuenta hasta dónde llega la UNAM, cuando como profesora fui invitada por la Universidad de Tübingen para exponer la relación entre la filosofía y la música de Nietzsche. Acudí a la universidad de Hegel y Hölderlin con la sensación de caminar por un campo minado: “¿Ir a Alemania para explicar Nietzsche?” Al final, ni yo podía creerlo: mis alumnos de licenciatura sabían más que aquellos alumnos de posgrado. Ese es el nivel de las humanidades en la UNAM.

Hoy nuestra Universidad continúa siendo la Universidad de la nación. Su Fundación UNAM, en menos de 30 años ha echado a andar más de 400 proyectos, aparte de becar a los estudiantes que así lo requieren. Los profesores podemos aportar una pequeña parte de nuestro salario a Fundación UNAM para nuestros estudiantes, en una relación de reciprocidad y amor. ¿Se le puede pedir más a una Universidad?

Mis padres me dieron la vida; la UNAM me enseñó a vivirla, a crearme y llegar a ser lo que soñé. ¡Larga vida y gloria eterna a nuestra UNAM!

Directora del Programa Universitario de Bioética, UNAM

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