Resultó que un día sonó el teléfono temprano en la mañana. Era mi suegro que nos llamaba, desde la ciudad de Cuernavaca, para pedirle a su hijo que lo rescatara, pues estaba herido porque había recibido una puñalada y su vida corría peligro.
Salvador, el escritor, se puso muy nervioso y no sabía qué hacer. De pronto se le prendió el foco y le habló por teléfono a su exnovia, la guapísima María Rodríguez, casada con el arquitecto Manuel Reyero, para pedirle consejo. Ella muy amablemente le recomendó que hablara con un guardaespaldas profesional de su confianza. Salvador estaba aterrado y sacado de sus casillas exclamaba: “¡¡¡¿Qué sé yo de guaruras o policías? Carajo!!!”
Yo intervine para ayudar. Lo calmé y tomé el asunto en mis manos: Me comuniqué a una escuela de guaruras que estaba por la calle de Balderas y hablé con el conocido de doña María Rodríguez de Reyero, el comandante Guerrero, quien me citó de inmediato (Salvador no se atrevió a ir) a dicha institución.
Llegué a un lugar que nunca pensé conocer, en donde, como en las películas del entonces célebre James Bond, en fila muchos hombres disparaban al blanco portando orejeras y gruesos petos antibalas. Hablé, en medio del estruendo de los disparos, con el comandante Guerrero, le expliqué que teníamos que ir a rescatar a mi suegro, pactamos el precio, determinamos la hora de partida a Cuernavaca y en mi poderoso “bocho negro” nos lanzamos yo al volante, Salvador y el corpulento guarura armado con una pistola escuadra de 45 a Cuernavaca al rescate de don Salvador Elizondo Pani. Llegamos a unas “suites” resindenciales donde encontramos a mi suegro vendado con un brazo en cabestrillo. Como sardinas enlatadas en el Volkswagen regresamos los cuatro a la Ciudad de México y sano y salvo dejamos a mi suegro en la puerta de su domicilio sin enterarnos exactamente qué fue lo que le pasó: ¡Misión cumplida! (Continuará)