Como narré a ustedes, ya instalados Salvador y yo en el ranchito que nos prestó mi suegro, don Salvador Elizondo Pani, en Yautepec, Morelos, para pasar unos días, en un intento de cambiar del ambiente citadino hacia la experiencia de la vida rural, me encontraba yo, al día siguiente de nuestra llegada, al caer la tarde, a la espera del regreso del escritor, quien había salido en la mañana a la ciudad de Cuernavaca a fungir como testigo de la boda del joven poeta Mariano Flores Castro. No tardó en llegar, pero no venía solo, sino acompañado del matrimonio formado por la bellísima María Rodríguez, (dedicataria, de la novela El hipogeo secreto, que publicó Salvador después de Farabeuf) y el arquitecto Manuel Reyero, quienes también fueron al casorio y amablemente se ofrecieron a darle un aventón hasta el ranchito. Salvador los invitó a tomarse un whisky, a lo que accedieron y con los últimos rayos del sol nos sentamos los cuatro en medio del patio, debajo de los naranjos, a charlar. Cayó la noche y apareció un manto de estrellas en el cielo, había luna llena, los grillos nos acompañaban con el canto de su rítmico coro en medio de la cálida y nocturnal atmósfera. Con el transcurrir del tiempo y las copas de whisky, la plática se puso muy amena y Salvador los invitó a quedarse a pernoctar. Los Reyero decidieron quedarse y mandaron al chofer a pasar la noche a un hotel al centro de Yautepec para que los recogiera al día siguiente, ya que el ranchito estaba a las afueras de la ciudad de Yautepec, en medio de la nada.
Seguimos en el patio conversando a voz en cuello, las flores de azahar de los naranjos emanaban su penetrante aroma mientras se oía el tintinar de los vasos con hielo… de pronto noté, a la luz de la luna, que la mano de María me deslumbraba con un destello y le pregunté: “¿Qué brilla así tan hermoso?”, a lo que me contestó que era al anillo de brillantes de la casa Harry Winston’s que le había regalado Manuel para su compromiso, entonces, maravillados, Manuel y Salvador, con exclamaciones altisonantes, empezaron a elogiar el extraordinario brillo de semejante visión del diamante en el claro de luna; y yo, de pronto, me aterré porque me percaté, al recordar los recientes asaltos a casas de amigos en Cuernavaca —donde hombres con machete los habían atacado— del peligro que corríamos el cuarteto de citadinos “s.nobs” haciendo alarde a gritos de la riqueza, en la mitad de la noche y al despoblado… los insté a callar al respecto y al rato nos fuimos a dormir preocupados y un poco briagos. Los Reyero ocuparon la habitación de mi suegro y nosotros el cuarto de huépedes.
A la mañana siguiente, desvelados y crudos, nos levantamos a desayunar. María apareció esplendorosa, como una diosa romana, ensabanada a la falta de su equipaje, para ayudar en la preparación del desayuno. Yo, ante tal belleza de mujer, fui por mi cámara y capturé la imagen cuando la esposa de Benigno, el capataz, la ayudaba. Luego los Reyero nos invitaron a comer manjares al restaurante Las Mañanitas a Cuernavaca. Total que hasta pasada la tarde del tercer día de nuestro arribo al esperado retiro quedamos libres de todo compromiso y pudimos continuar con el proyecto de la experiencia rural interrupto… (Continuará)