Además de las niñas cenicientas, los huérfanos, los niños limosneros, hay, para mí, una situación o reto difícil e insalvable —en la mayoría de los casos— para la infancia, tanto en niños clase media como en todos los estratos sociales imaginables y con una frecuencia preocupante, desde hace mucho tiempo.
La primera experiencia en la que me enfrenté a la realidad que viven muchos niños resultó peor que las angustiantes películas de dibujos animados de Walt Disney y quedó en mi memoria como ejemplo de un momento aterrador para un niño en crecimiento, momentos iguales que se repiten a diario por todo el mundo:
La privada de clase media alta en la colonia del Valle, en la que pasé mi niñez, ubicada en la calle Gabriel Mancera no. 728 casa D, entre Eugenia y Concepción Beistigui, consistía en un conjunto de 12 casas solas, cómodas y modernas, con todos los servicios y un enorme jardín al fondo, donde los niños jugábamos y crecíamos sin peligros.
La llegada de nuevos inquilinos era una novedad prometedora sobre todo si llegaban niños para así tener más amiguitos con quién jugar. Llegó a una de las casas una gran mudanza con una familia con muchos niños, lo que despertó mi curiosidad y, de inmediato, mientras los cargadores metían los muebles, platiqué con una niña de mi edad. Sentadas en el suave pasto, húmedo y fresco, me contó que venían de Ocotlán, Jalisco, a radicar a la ciudad porque a su papá lo habían nombrado gerente de una fábrica importante. Era una familia formada por tres hermanos y una hermana. Me hice su amiga y pronto me invitó a comer a su casa. De niña me interesaba mucho conocer otras casas para saber cómo era su familia.
Llegué a la cita para comer. La madre sentó a los niños alrededor de la mesa dejando la cabecera para el papá, que llegaría en cualquier momento. Pronto llegó el papá, un hombre de rasgos recios, moreno, que vestía traje gris y sombrero. Se quitó el sombrero, que colgó en un perchero, y el saco que colgó en el respaldo de su silla. El padre se sentó en la cabecera y preguntó quién era yo. “Es la vecina Paulinita que invitamos a comer, es amiguita de Rosita y también tiene siete años”, respondió la madre.
Cuando el padre se sentó a la mesa, todos sus hijos y la madre bajaron la mirada y se pusieron tensos y circunspectos. La madre sirvió a todos un plato de arroz rojo con chicharitos y comenzamos a comer en silencio, entonces el padre se percató que Pedrito no se comía el arroz, el niño le dijo que no tenía hambre y el padre le grito furioso:
—“¡¡¡Qué ejemplo para la vecinita, aquí todos se comen el arroz que sirvió tu madre. O comes o me que quito el cinturón y te doy una buena!!!
El niño insistió que no tenía hambre y el padre muy enojado se paró de la mesa, se quitó el cinturón y lo levantó de la mesa jalándolo de la oreja y empezó a pegarle; entre más lloraba, más le pagaba su monstruoso padre.
A mi corta edad no pude soportar la escena, me levanté de la mesa, les dije que me que iba porque en mi casa a nadie le pagaban por no querer comer y me salí corriendo para mi casa.
—“Mamá, mamá, en casa de Rosita el papá les pega a los niños con el cinturón porque no quieren comer” —llegué gritando a mi casa... (Continuará)
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