Hace una semana estaba yo en una tienda de conveniencia ubicada a dos cuadras del Museo Frida Kahlo, en Coyoacán, a la que voy diariamente a comprar cigarrillos, galletas, detergente o huevos, cuando me encontré con la novedad de que había entrado en vigor la nueva Ley sobre el tabaco, que prohibe fumar en la calle, los parques, los automóviles, las terrazas, los balcones, hoteles, restaurantes, etc., además prohibe cualquier propaganda en los medios y también su exhibición al público, de manera que ahora en los anaqueles donde otrora se exhibían los cigarrillos en sus diferentes presentaciones y colores, junto al anaquel de las bebidas alcohólicas, hay unos cartones negros que los esconden misteriosamente guardados. No está prohibida su venta al público (mayor de 18 años). Ahora a los pobres dependientes les cuesta mucho trabajo encontrar la marca deseada por el cliente porque los tienen que buscar en la oscuridad debajo de los cartones o lienzos negros, lo que les toma tiempo.
Estaba yo por pagar mientras platicaba con el despachador sobre la molestia en que se ha convertido para “nosotros los fumadores” comprar cigarrillos… cuando de pronto me quedé pasmada al ver que a la tienda entraban tres hombres armados hasta las cachas, rifle en mano con el índice en el gatillo, quienes portaban un uniforme de camuflaje, tipo militar, enormes botas negras calzadas hasta la rodilla y gorro negro en la cabeza; me puse histérica manifestando mi terror, el que me atendía me dijo: “Cálmese señora, no le van a hacer nada, son los de la Guardia Nacional”. Yo le contesté un poco más calmada: “Ya lo sé, mi terror es por ver a soldados armados en este barrio de artistas que tradicionalmente es Coyoacán”. Al salir, me dirigí a los soldados encapuchados en su intimidante uniforme y les dije que no tenía yo nada contra ellos, que comprendía que necesitaban comprar un refresco, pero que no deberían estar en Coyoacán sino en el campo, combatiendo a los narcos y malandrines que azotan al país en muchos estados de esta lastimada nación.
Me subí a mi coche con la sensación de estar en un país en guerra, totalitario, donde imponen una ley absurda con lo peor que hay para un pueblo: ¡¡¡La prohibición!!!, que según nos cuenta la historia, como en el caso de los Estados Unidos, es un fracaso rotundo, pues los bootleggers se hicieron ricos contrabandeando el alcohol, a veces adulterado, que no benefició a nadie más que a ellos, porque la prohibición no acabó con el alcoholismo sino todo lo contrario ¿o no?
Antes de arrancar mi coche, a escondidas me fumé un cigarrillo para calmarme cuidándome de que no pasara la Guardia Nacional a detenerme; y pensé en los cigarrillos y lo que implican, por ejemplo, para la literatura y para la cultura en general.
Me pregunté cuántos cigarrillos se habría fumado el escritor Juan Rulfo, un fumador empedernido, para escribir Pedro Páramo, o cuántos Salvador Elizondo para escribir Farabeuf, José Luis Martínez para redactar la biografía de Hernán Cortés”. Continuará…
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