Ya sin interrupciones, Salvador Elizondo y yo nos dispusimos a disfrutar de la vida rural en el ranchito que nos había prestado su padre. Amanecimos descansados. Benigno, el capataz, bombeó manualmente el agua para bañarnos, y su esposa nos preparó unos deliciosos huevos rancheros en salsa verde con sus frijolitos refritos y tortillas hechas a mano. Como no teníamos coche, porque nos lo habían robado, como ya narré a ustedes, decidimos caminar en los alrededores del ranchito. Salvador se llevó su radio para oír en el campo las noticias, pero no pudo sintonizar otra estación que no fueran de canciones rancheras o rock en español. Nos encontramos con un riachuelo en medio de un árido y medio seco paisaje donde nos sentamos un rato, luego, al no haber nada más interesante que observar, nos regresamos al ranchito. Salvador se puso a escribir y yo fui a fotografiar detalles de la vida de los cerdos. La esposa del capataz nos sirvió de comer chicharrón en salsa verde con sus frijolitos refritos y tortillas calientitas… y llegó la noche. Nos levantamos un poco desguanzados, Salvador le pidió a Benigno que fuera a comprar el periódico Excélsior y nos trajo el Alarma. La esposa del capataz nos sirvió de desayunar frijolitos refritos con totopos acompañados de ¡¡salsa verde!!, terminamos el desayuno. Salvador me miró y yo lo miré. ¿En qué estás pensando?, me dijo. Yo le contesté: “Lo mismo que tú”. Entonces me dijo: “¿Qué esperas para decirle a Benigno que vaya por un taxi al centro de Yautepec para regresarnos a casa de inmediato?”
Pasamos solamente tres noches y cuatro días de las dos o tres semanas que habíamos planeado estar en el campo.
Fracasamos totalmente en nuestro intento y además a Salvador le fue mal, pues su papá, don Salvador Elizondo Pani, montó en cólera y lo regañó porque Benigno, el capataz, le chismeó que habíamos permitido que durmieran los Reyero en su recámara y lo peor, que le habían cogido sus pijamas cuando él nos advirtió que nos prestaba el ranchito con la condición de que ocupáramos el cuarto de huéspedes.
Al poco tiempo de nuestro fracaso en el ámbito rural, don Salvador vendió su ranchito. Yo le pregunté que si fue por nuestra culpa. Me contestó que esa no fue la razón, sino que él iba al ranchito sólo los fines de semana por su trabajo en el banco y que se le empezaron a morir los lechones y ya no era un buen negocio. El capataz Benigno no sabía por qué se morían y que por lo tanto decidió ir entre semana con un veterinario para que revisara a los cerditos, pero que al llegar se encontró con la novedad de un letrero que decía: “SE VENDEN FINOS LECHONES”.
Al poco tiempo de la venta del ranchito, su papá le mandó a Salvador 20 mil pesos con los que pintamos nuestro departamento e hicimos un gran fiestón para celebrar los 40 años del escritor. (Continuará)