En el escenario fotográfico que nos remite a una de las tantas anécdotas que el sofá presenció, aparece Salvador Elizondo con el perrito Bruno Walter. Por ser negro golondrino lo nombramos Bruno y Walter porque era un perro salchicha de origen alemán; el animalito era una miniatura que del suelo a la cruz medía menos de 20 centímetros. Fue el primer regalo que me hizo Salvador en diciembre de 1968, cuando empezábamos nuestro noviazgo, aunque fue un presente un tanto engañoso pues él se quedó con el cachorro en su departamento. Entonces ni el espejo ni yo habíamos llegado.
Salvador Elizondo escribe Cuaderno Diarios número 23, página 3 y 176:
1 de enero de 1969.— Paso el día con Paulina. A partir de mañana me pondré a trabajar. Ahora estoy solo con Bruno, mi perro. Estoy escuchando el cuarteto de Borodin y tomando “cognac”. Hoy vi en el último número de “Diálogos” una nota muy elogiosa para “El hipogeo secreto”, diciendo que es la novela más importante del año pasado. No creo que sea la más importante sino la única. Ayer pasé el fin de año en casa de Raúl Lavista con Paulina…
9 de julio de 1969.—…Me mataron a mi perro a patadas. No sé quién. Posiblemente la criada Altagracia. Ahora vino Paulina por él para llevarlo a que lo maten.
Resultó que cuando llegaba yo a mi trabajo en el Departamento de Cinematografía del Comité Olímpico, donde fungía yo como gerente de producción para la realización de la película Olimpiada en México 1968, me llamó por teléfono Salvador para pedirme que fuera por el perrito Bruno, que estaba inflado como globo y se estaba muriendo. Le pedí permiso de salir de las oficinas un rato al director Alberto Isaac y me fui de volada a encontrarme con Salvador en su departamento.
Cuando llegué, efectivamente, el perrito parecía un globo; lo llevé de inmediato con la mejor veterinaria posible que era la doctora Gallegos, exdirectora de la Facultad de Medicina Veterinaria de la UNAM. Lo que pasó fue que el perrito metió, husmeando, su cabeza por un hueco que daba al patio contiguo y el maldito gato vecino lo mordió tan fuerte que le perforó la tráquea y el aire de los pulmones se esparció subcutáneamente, lo que produjo que se inflara como un globo. El aire tendría que salir poco a poco porque de golpe era muy peligroso. Durante varios días fui a diario para que lo desinflaran con una aguja muy fina hasta que se alivió.
Salvador Elizondo escribe Cuaderno de Diarios número 23, página 177:
10 de julio de 1969.— Afortunadamente parece ser que el perro se salvó…
El Bruno era muy travieso y necio, como son todos los perros salchicha. Salvador empezó a desesperarse de sus travesuras, como por ejemplo cuando acababa de alfombrar el pasillo de su departamento con la más barata de las alfombras que eran las de yute, muy rasposo, Salvador escogió un sobrio color Oxford para la alfombra y francamente lucía bien. Nos fuimos a comer y dejamos al perrito, que durante nuestra ausencia cogió el rollo de papel higiénico y lo despedazó distribuyéndolo por todo el pasillo; por lo raposo del yute los pedacitos de papel jamás se pudieron barrer y para siempre quedó como si hubiera nevado. Con el tiempo, viendo que Salvador no podía más con las necedades y travesuras, decidí regalárselo a mi papá. Para su buena fortuna, Bruno fue la adoración de mi padre hasta la muerte de ambos; fue su mejor compañero. Cuando llegaba yo a visitar a mi padre siempre estaba con Bruno oyendo música.