¿Cómo llegó el maestro Ernesto de la Peña a adquirir el cúmulo de conocimientos que nos lleva, a los que tuvimos la fortuna de conocerlo, a admirarnos de su capacidad y memoria y a tener la certeza de que fue un hombre único y excepcional?
Hay personas a lo largo de nuestras vidas que juegan un papel importantísimo en el camino que emprendemos hacia la vida adulta; en este sentido, para mí, Ernesto de la Peña fue fundamental en mi formación durante mis años de juventud.
Llegó Ernesto de la Peña a mi casa familiar a visitar a mi padre cerca de 1961, cuando tenía yo 16 años; recuerdo a mi padre que nos dijo: “Hoy vendrá un señor muy serio que sabe mucho de ópera a visitarme, espero que no sea muy solemne”.
Mi padre, el compositor de música para cine y director de orquesta Raúl Lavista , como ya he contado a ustedes, poseía una gran discoteca y generalmente los domingos hacía una tertulia musical donde se reunía con su grupo de amigos de toda la vida, melómanos, a la que llegaban además nuevos escuchas. No sé cómo ni cuando pero Ernesto paulatinamente se hizo imprescindible en las tertulias a las que ya se me permitía asistir y mi padre y él comenzaron una amistad que duró para siempre… hasta que mi padre partió al viaje del que nadie regresa.
Entonces Ernesto rondaba los 35 años de edad, estaba casado con Mireya y había procreado dos hermosos hijos: Ernestito, de tres años, y Mireyita, de cinco años. Algunas veces llegaba con su familia; su esposa e hijos se quedaban poco tiempo, era comprensible que ella no se quedara sentada a oír una ópera completa de Richard Wagner, que dura cinco horas, con dos niños pequeños.
Yo vivía dos mundos muy diferentes, por un lado era una adolescente inquieta, bailaba twist, rumba, iba a muchas fiestas y estudiaba a ratos. Como cualquier adolescente, trataba de identificarme con mi generación y me rocé con diferentes sociedades de jóvenes, de diversos estratos sociales, sin embargo, el mundo que se me ofrecía en mi propia casa, alrededor del culto a la música, al saber, a la experiencia de extasiarse con las grandes obras de arte, era indudablemente mucho más rico e interesante que los pretendientes que se me acercaban con sus coches deportivos y sus tontas pláticas para tratar de impresionarme. Naturalmente que empecé a preferir quedarme a las tertulias, que además eran muy amenas y divertidas, pues amén de la seriedad y devoción con que se oía cada obra musical, reinaba todo el tiempo algo fundamental: ¡¡¡un gran sentido del humor!!!
Ernesto, tímido y discreto, un verdadero caballero cuya conversación amena y atinada desplegaba su gran conocimiento, se me fue revelando como un hombre prodigio. De la Peña hablaba o conocía cerca de 33 idiomas, yo lo oí hablar en húngaro con el pianista George Sandor, francés, alemán, inglés e italiano con otros, conocía el idioma cirílico, el sánscrito, el arameo, polaco, etc, inclusive, por un tiempo, me dio clases de griego.
Previo a escuchar la obra seleccionada, por ejemplo, una ópera de Puccini, los escuchas, sentados alrededor del equipo de sonido estereofónico de mi padre que te situaba en medio de la orquesta y donde cada acorde o matiz se magnificaba y la voz humana sonaba en todo su esplendor, Ernesto de la Peña, quien se había agregado al grupo de amigos que mi padre convocaba, nos introducía ilustrándonos con su conocimiento sobre ópera. (Continuará...)
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