Cuando mi padre, Raúl Lavista, terminaba de componer la música de película tras película y su éxito y prestigio como compositor de música para cine iba siempre en ascenso, cosechando premios y recibiendo numerosos reconocimientos, simplemente, como se estilaba poner antes, cuando se acababa una película, aparecía en su panorama la palabra “FIN”. (The End...)

Nunca alardeaba de nada ni hablaba siquiera de su trabajo para el cine. Terminaba, cerraba su escritorio y llamaba por teléfono a sus amigos melómanos: “Estoy libre, ya terminé la película, voy a ir a ‘Margolín’ a comprar discos, hay algunas novedades, los espero el domingo” —solía decir. Mi padre amaba profundamente la música; cuando aparecían nuevos cantantes en la escena operística, como Mario del Mónaco, Guiseppe di Stefano, Renata Tebaldi, Ramón Vinay, Elizabeth Swarkoff, etc., compraba sus discos y gozaba oyéndolos, tanto solo como con sus amigos, durante horas… mi padre era, definitivamente, un melómano sin remedio. Cuidaba sus discos como un tesoro, los cogía del centro y jamás les ponía los dedos en los surcos. Nadie podía tocarlos o manipularlos más que él. Como desde niño comenzó a coleccionarlos, pasó por muchos sistemas de reproducción, desde la antigua vitrola “RCAVICTOR” (“His master´s voice”), los tocadiscos de consola “High Phidelity”, hasta un sistema estereofónico con 13 bocinas que se oía a todo volumen como si estuviera uno inmerso dentro de una orquesta, de manera que oír música en el estudio de mi padre era toda una experiencia. La música de Claude Debussy, Maurice Ravel, Igor Stravinsky, Richard Wagner, Puccini, Verdi, Silvestre Revueltas, el piano de Giseking, de Claudio Arrau tocando Beethoven, te envolvía y podías apreciar cada nota, cada instrumento. Se oían las obras completas y nadie hablaba durante la audición. Entre actos o cambio de discos, según la duración de la obra, si esta era una ópera o un concierto, había conversaciones salpicadas del buen humor y admiración que producía en los escuchas la sesión musical.

El destino de mi padre no estaba solamente en la composición de música o en su efímera carrera como joven intérprete de piano, en la que destacó mucho (según su amigo Claudio Arrau) y que luego abandonó por la composición, como ya narré a mis lectores.

Raúl Lavista fue, además, un exitoso director de orquesta y gran promotor en radio y televisión de la música sinfónica, de concierto o clásica, según sus varias denominaciones y creo que en esta actividad es donde más a gusto se sintió y lo que más le gustaba.

Como mi padre hablaba muy poco de sí mismo y ya no le puedo preguntar, no sé muy bien la historia de cómo llegó a ser tan exitoso como director de orquesta, sin embargo, entre los álbums de recortes que formó mi madre encuentro las respuestas:

Empezó, cuando estaba recién casado con mi madre, por inscribirse en el Conservatorio Nacional de Música en el curso de dirección de orquesta que impartía, nada menos, que el gran compositor Silvestre Revueltas. Observo en el carnet de calificaciones del Conservatorio que dice 1937, alumno: Raúl Lavista, asistente del director. Lo que me dice que destacó de inmediato en la clase del maestro Revueltas, puesto que le dieron el nombramiento de “alumno asistente del director”. (Continuará...)

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