Para nosotros, niños en los años cincuenta, la llegada de la televisión fue algo mágico que naturalmente nos cautivó de inmediato; era un sueño hecho realidad.
Recuerdo con exactitud el día que llegó a la casa de Yvonne Notholt, mi mejor amiga, una enorme caja que cargaban empleados de overol. “¿ Qué es eso que traen a tu casa?”, le pregunté. Era 1952 y rondábamos los siete años de edad. Aunque ella era un año menor que yo, estaba más al tanto de los avances tecnológicos del momento y me respondió: “Es una televisión”. “¿Cómo?, ¿Qué es eso?”, le pregunté. “Es como el cine”, me respondió, “llega a tu casa con solo apretar un botón para encenderla”. Era yo incrédula y “hasta no ver no creer”. De inmediato corrimos a la sala de su casa para encenderla… pero nada, solamente aparecían unas rayas en blanco negro. Me burlé de ella. “Ves, son puras mentiras”, creo que le dije. “Falta la antena por donde entra la señal, tontita”, me respondió. Pasaron algunos días hasta que la antena en la azotea estuvo colocada y, ¡zas!, la realidad cobró vida. La verdad disipó mis dudas y, embelesados, sentados frente a la pequeña pantalla de la televisión, azorados, aprendíamos mil cosas y descubríamos así un nuevo mundo.
La programación de la incipiente televisión se hacía desde el estudio en transmisión directa (no había videotapes) y entonces la pionera compañía Televicentro, S.A., hoy Televisa, comenzó a producir una serie de programas primitivos en blanco y negro con escenarios de pacotilla (no había ni asomo de la televisión en color, aunque Yvonne ya me había informado que el ingeniero González Camarena la había inventado. Incrédula, otra vez, le dije que era imposible). ¡También podían transmitir películas en blanco y negro! Entonces los niños nos encantamos con las películas mexicanas que nunca habíamos visto antes. Todas las tardes las pasaban a las tres y media de la tarde, después de comer.
Empezamos a descubrir a los actores de las películas, sus nombres, sus características, sus moralejas, sus charros cantores, las tristezas de los pobres, los cómicos, la alegría de su música…
Yvonne se identificaba con Irasema Dilián porque era güera como ella; yo me identificaba con Rebeca Iturbide, que se peinaba de chongo y era el prototipo de la mujer elegante. El “Che” Reyes nos encantaba por su chistoso acento y la simpatía que emanaba; Chachita nos gustaba mucho; Fernando Soto “El Mantequilla” nos daba risa; Cantinflas en Ahí está el detalle nos hacía reír a carcajadas; Mapy Cortés porque bailaba y cantaba muy bien, pero definitivamente nuestra película favorita era Los tres huastecos. Sobre todo la escena donde “La Tucita”, una niña de escasos cinco años, le suelta su tarántula al maldito villano Alejandro Ciangerotti, quien aterrado le suplica que se la quite de encima mientras “La Tucita” le dice ”¡Voy, voy, tan grandote y tan chillón...!” (continuará).