Las agresiones de género se ven por todas partes. Las universidades no son una excepción. En el Plan de Desarrollo Institucional 2015-2019 de la UNAM se contemplaron acciones para promover la igualdad de género: campañas, capacitación para el personal, cursos para los estudiantes y la creación de un protocolo de atención y sanción a la violencia contra las mujeres. Ese protocolo existe hoy. Enlista las agresiones y las instancias encargadas de atenderlas. Además de los mecanismos de denuncia, plantea la protección y contención de quien la presenta.
La doctora en Antropología Social por la UNAM, Magali Barreto, publicó en 2017 el estudio Violencia de género y denuncia pública en la universidad. En él menciona que, a pesar de las políticas públicas que se han adoptado, no hay acceso a las cifras de quejas y a lo que ocurre con ellas. Destaca que son más las universitarias afectadas que las denuncias presentadas y expone algunas de las razones: “En el plano personal el silencio se debe a la vergüenza, la estigmatización de las mujeres que se atreven a romper el silencio y al temor a la revictimización de las instituciones y la sociedad.”
La violencia sexual y de género ha llevado a estudiantes de la UNAM a manifestarse. Hace ya dos meses, alumnas del colectivo feminista y separatista Mujeres Organizadas de la Facultad de Filosofía y Letras, tomaron las instalaciones como protesta. En las semanas recientes, el movimiento se ha expandido y son ya 15 escuelas y facultades en paro de actividades de manera parcial o indefinida para exigir que haya acciones más contundentes que frenen las agresiones. Fue hasta mediados de enero que se instaló la primera mesa de diálogo con las autoridades.
Las estudiantes que integran los colectivos aseguran que detrás de las tomas de instalaciones no hay “mano negra”. Dicen que quienes señalan intereses ajenos a las causas feministas solo pretenden desacreditarlas.
Del otro lado, están las y los estudiantes que quieren volver a clases. Pasan los días y temen perder el semestre. Algunos han intentado recuperar los edificios escolares y otros han optado por tomar clases extramuros. Hablé con algunos de ellos. Entienden que el reto no es menor. La urgencia de frenar las agresiones contra las mujeres es algo que prácticamente todos comparten, pero no coinciden con que la protesta implique dejar de estudiar. “Bloquear la entrada y no dejarnos tomar clases es también violencia.” Me lo dijo una estudiante. Pidió que no difundiera su identidad por temor a ser agredida por quienes integran los colectivos que defienden a las mujeres. Vaya paradoja.