La frontera sur de México siempre ha sido dinámica. Por ahí han entrado históricamente al país migrantes de todo Sudamérica en su esfuerzo por llegar a los Estados Unidos. Por ahí también han ingresado a Chiapas grupos de guatemaltecos para trabajar temporalmente en la pizca de algunos cultivos como el café. Era así hasta hace poco, pero la disputa de grupos criminales por el tráfico de personas y drogas está cambiando radicalmente esa realidad.

Quienes padecen y estudian de cerca esta violencia creciente, cuentan que el dominio que tenía en la región el Cártel de Sinaloa resultó afectado por problemas al interior de la propia organización criminal. Esa división fue aprovechada por el Cártel Jalisco Nueva Generación para entrar en la zona y buscar adueñarse del control de las actividades delincuenciales. La batalla ha sido feroz y ha afectado a buena parte del territorio chiapaneco.

En un estado tan pobre como Chiapas, la violencia ha generado un panorama desolador. Las pocas actividades productivas que había han desaparecido o han sido acaparadas por personas armadas. Familias enteras han tenido que huir para salvar la vida o para evitar que sus hijos sean reclutados por los criminales.

De acuerdo con el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, al menos diez mil personas han sido desplazadas por la violencia únicamente en la frontera central. Pero son muchas las regiones en las que las amenazas y extorsiones han ahuyentado a la población. La mancha de la violencia crece y hay cada vez menos lugares a dónde ir y menos recursos para atender a los expulsados de sus comunidades por el miedo.

La crudeza de los cárteles es nociva en cualquier lugar, pero la realidad social chiapaneca tiene particularidades que la hacen aún más compleja. No olvidemos los conflictos ancestrales entre comunidades o el papel que ha jugado el Ejército Zapatista de Liberación Nacional en la selva lacandona. El EZLN que, por cierto, ha calificado la situación actual como una guerra civil.

En esta estela de asesinatos y secuestros que nadie investiga, el gobierno estatal es como inexistente. La autoridad federal se hace presente con el Ejército o la Guardia Nacional, pero suele ser después de ocurrida la violencia. Llegan a “restablecer el orden“ cuando los balazos ya surtieron efecto y los pobladores ya están lejos o están muertos.

En este contexto sucedió lo impensable: en la frontera que siempre vio cruzar a personas de sur a norte, se invirtió la dirección. Desde hace semanas son mexicanos los que huyen desesperados a Guatemala para refugiarse. Agrupaciones religiosas y defensoras de derechos humanos hoy destinan sus recursos a los chiapanecos. El Instituto Guatemalteco de Migración ha tenido que entregar cientos de documentos que otorgan el estatus de permanencia por razones humanitarias, mientras que Médicos del Mundo y el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia han repartido carpas, colchones y alimento.

Los primeros en ayudar fueron los pobladores. Conmueve la generosidad de muchos guatemaltecos que, conocedores de lo que duele la pobreza, apoyan con lo que pueden a sus vecinos migrantes.

Es una realidad que ya no puede negarse y que tiene que atenderse. Los cambios de gobierno a nivel federal en octubre y a nivel estatal en diciembre, tendrán que traducirse en una nueva estrategia de seguridad que permita a los chiapanecos volver a sus comunidades. Eso de minimizar las afectaciones que genera la violencia es ofensivo para quienes han tenido que huir desesperadamente. Urge atender esa dolorosa problemática. Urge que el Estado asuma sus funciones. La promesa fue atender primero a los pobres. Hoy esos pobres siguen en la miseria y están además desterrados. Simular que todo está bien no los va a traer de regreso.

@PaolaRojas

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