A las mexicanas y mexicanos:
Resulta imposible dejar de escribir sobre lo que ocurre en Afganistán. ¿Cómo callar entre el horror y la crueldad? ¿Cómo dejar de condenar la vileza y la violencia extrema? No hacerlo sería anteponer la indiferencia sobre la angustia y el sufrimiento que está viviendo una gran parte de la humanidad, en donde son las mujeres y las niñas quienes padecen la más cruenta realidad.
Ante la llegada del régimen talibán al poder, ellas han visto que de un momento a otro cómo son arrebatadas sus ilusiones, sus derechos, sus libertades y su vida misma. Confinadas en sus hogares, con las ventanas pintadas y sus cuerpos amortajados con mantos y burkas oscuras, son obligadas a invisibilizarse hasta perder su identidad y negar su existencia. Se les ha prohibido cualquier posibilidad de desarrollo, de trasformación, de creatividad y de progreso.
Esclavizadas por la dinastía masculina, con la sonrisa desterrada de los labios, las manos apretadas, la mirada baja y la voz silenciada, sufren el terror de no parecer inapropiadas a los ojos de un sistema de creencias sanguinario e intolerante que les depara como destino los azotes, la lapidación, las amputaciones y la muerte públicas.
¿Cómo permitió el mundo que se llegara a esta barbarie? ¿Dónde está la comunidad internacional? ¿Qué se debe hacer ante esta catástrofe humana?
Sigo con el corazón encogido ante las imágenes de un aeropuerto de Kabul abarrotado de personas que intentaban huir y de otras más asidas a un avión militar durante el despegue, aferrándose a la muerte sabiendo que no podrían viajar en él.
No existe sonido más pavoroso para las afganas que el toquido de la puerta porque saben que detrás están ellos; no existe decisión posible porque de todas formas entrarán y las golpearán hasta la muerte sin que el “motivo” lo ameritara, como si en verdad existiera uno posible que pudiera dar lugar a semejante atrocidad.
Las imágenes le han dado la vuelta al mundo; sin embargo, la realidad no se mueve de Afganistán desde que los militantes talibanes tomaron decenas de capitales ante la retirada de las tropas estadounidenses y aliadas. La vulnerabilidad, el miedo, la desolación, la indefensión y la soledad acompañan a un pueblo y abrazan a las mujeres y a las niñas cada segundo de su existencia hasta asfixiarlas.
¿En qué mundo vivimos? ¿De qué humanidad formamos parte? ¿Dónde está esa modernidad de la que se ufana la globalización? ¿Por qué la interconexión y el desarrollo alcanza sólo a los mercados y no a las personas? ¿Es real la era del conocimiento cuando se pierde la vida humana a causa del pensamiento único y totalitario? ¿Será que las industrias más rentables del mundo dejarán de producir petróleo, armas, tecnología y medicamentos para producir burkas?
Huele mal, no tiene buen color y deja un mal sabor de boca la firma en Doha, Qatar, del acuerdo que estableció un calendario para la retirada definitiva de Estados Unidos y sus aliados tras casi 20 años de conflicto, aceptando a cambio el compromiso firmado de los talibanes de no permitir que el territorio afgano fuese utilizado para planear o llevar a cabo acciones que amenazaran la seguridad de Estados Unidos. Un intercambio que para muchos fue una rendición expresa denominada “Acuerdo para Traer la Paz a Afganistán”. Un acuerdo que sea cual sea su naturaleza fue firmado con la sangre de las niñas y las mujeres afganas.
Una vez hecho el anuncio del Acuerdo de Doha, el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, señaló que “Solo nos marcharemos cuando las condiciones sean adecuadas”. Habría que preguntarle si para él ¿éstas son las condiciones adecuadas? o ¿para quiénes tendrían que ser adecuadas?
Leí ayer en un diario internacional la declaración de la activista afgana, Zahra Husseini: “Mientras veía como lo firmaban, tuve ese mal presentimiento de que llevaría al retorno de los talibanes al poder y no a la paz”. Su corazón no se equivocó.
Nunca antes me había sido tan difícil escribir un artículo como el de hoy. Me siento devastada, he pasado de la indignación a la rabia que irremediablemente me llevan a la impotencia. Veo el monitor, leo las noticias, las columnas y las desgarradoras historias que circulan en la red: “los talibanes ya están checando puerta por puerta en Kabul a todos los habitantes…”; “se está viviendo una pesadilla…”; “no he podido dejar de llorar, ya no me quedan lágrimas en los ojos…”; los talibanes llamaron a su puerta tres veces, la cuarta vez, la mataron…”; “caos y desesperación para huir de Kabul…”; “los talibanes no dejan salir a ninguna mujer sin un pariente masculino. Los hombres son los únicos que pueden salir…”; “todo para nada…”; “está prohibido escuchar música…”; “el Talibán afirma que las mujeres tendrán derechos en el marco de la ley islámica…”; “Vendrán por gente como yo y nos matarán…”.
Intento escribir de nuevo, me aprieto el vientre que lleva casi nueve meses en sus entrañas a mi hija, cierro los ojos y no puedo dejar de pensar que, como ella, están por nacer muchas niñas afganas. Las lágrimas se me escapan sin contención al pensar en su llegada a este mundo, ¿qué será de esas pequeñas?
El infierno sí existe y tiene la puerta de entrada abierta de par en par; no es cónico como lo describió Dante, en su interior las almas son torturadas, aunque no después de la muerte. El infierno sí existe y viven en él criaturas deformes e inimaginables llamadas talibanes. El infierno sí existe, es sexista y ahora mismo miles de niñas y mujeres de todas las edades están siendo condenadas a vivir en él en condición de esclavas.
Titular del Fondo Mixto de Promoción Turística de la CDMX;
activista social y exdiputada federal.