La energía es considerada como catalizadora de crecimiento y desarrollo económico ya que se utiliza para activar todo tipo de sectores productivos. El consumo de energía per cápita es utilizado frecuentemente como un barómetro para determinar el nivel de desarrollo económico dentro de una economía en particular. Sin embargo, el consumo energético tradicionalmente ha provocado externalidades de impacto ambiental, sobre todo en economías basadas en energías fósiles.

México ha dependido históricamente del petróleo, pero también ha expresado sus compromisos en materia de cambio climático y ha desarrollado numerosas acciones para la mitigación de su impacto ambiental. En 2012, el Congreso de la Unión aprobó la Ley General de Cambio Climático, convirtiendo a México en un país pionero al desarrollar una ley que establece metas aspiracionales de reducción y mitigación respecto a sus emisiones de gases y compuestos de efecto invernadero.

Dicha ley también establece el mandato de crear diferentes instrumentos de planeación que facilitarán el cumplimiento de las metas establecidas, como la Estrategia Nacional de Cambio Climático y los programas estatales de cambio climático. Los compromisos de la ley se reafirmaron posteriormente por el gobierno de México en las Contribuciones Determinadas Nacionalmente (CDN) de México. El Acuerdo de París (AP) incluye obligaciones legalmente vinculantes para que todos los países preparen constantemente planes climáticos dentro de sus CDN.

México fue uno de los primeros países en el mundo en presentar compromisos climáticos en el período previo al AP y fue uno de los países que más abogó por un acuerdo sobre el cambio climático. El AP busca reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y limitar el incremento promedio de las temperaturas globales muy por debajo de los 2º centígrados y continuar con los esfuerzos para limitar el aumento de las temperaturas promedio globales a 1.5º.

Dentro de los instrumentos de planeación que facilitan el cumplimiento de los compromisos ambientales, México cuenta con un impuesto al carbono desde el 2014 cuyo valor está determinado por el potencial de emisiones de dióxido de carbono de los combustibles fósiles al momento de su combustión. Este impuesto es el primer instrumento que fija un precio al carbono en México e interactúa con las CDN en producción de energías limpias mexicanas, las cuales son: 25% en 2018; 28.3% en 2020; 30% en 2021; 31.7% en 2022; 35% en 2024; y 50% en 2050 (Céspedes, 2018).

Con estas metas, y a partir de la reforma energética, México ha posibilitado el desarrollo de energías renovables a través de inversiones públicas, privadas, nacionales e internacionales para consolidar una seguridad energética alternativa basada en la sostenibilidad. Sin embargo, derivado de la coyuntura política actual, el país pasó de un estado de transición a un estado de ambigüedad regulatoria, lo que provoca inseguridad al mercado e incertidumbre política. Las empresas -tanto nacionales como extranjeras- enfrentan un nuevo ambiente donde es necesario el establecimiento de una política pública clara, transparente y alineada a compromisos adquiridos, así como mejores prácticas internacionales para satisfacer las expectativas del mercado formando nuevas cadenas de valor.

Sin duda alguna, el gobierno debe diseñar políticas públicas integrales y fomentar la participación de diversos actores para promover la descarbonización del sector energético. No obstante, dicha descarbonización es tarea de todos.

Cada uno de los actores involucrados debemos identificar nuestras capacidades para definir e implementar estrategias para la gestión sustentable de energía delimitando un plan de diversificación desde su matriz energética, lo cual requiere de un alineamiento estratégico a mejores prácticas internacionales y a objetivos climáticos globales. Esto para contribuir a la lucha contra el cambio climático a través de una mayor participación de energías renovables y eficiencia energética.

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