Nadie puede negar que la emergencia y consolidación en la arena pública del movimiento que promueve “la cuarta transformación (4T)”, ha significado un quiebre de paradigmas políticos en nuestro país. El movimiento disruptor no sólo ha venido acompañado de críticas y cuestionamientos a los pilares de la democracia liberal sobre los cuales nos hemos organizado políticamente en las últimas décadas, sino de reformas que aspiran a un modelo alternativo. Ese es el trasfondo teórico de la iniciativa de reforma judicial, es parte de un plan que en el papel busca transformar un estilo político en prácticas y cambios institucionales, en aras de erigir un nuevo régimen político.

En este sentido, la narrativa y las reformas que promueve la 4T, no deben ser vistas como mera estrategia electoral. Son acciones que parten de un entramado teórico populista con el que se puede o no coincidir, pero que ha estado presente desde las primeras discusiones en torno al Estado y el constitucionalismo moderno, y que ha sido retomado como sustento de movimientos neopopulistas que han emergido en los últimos años para jugar con éxito en la arena democrática electoral. Dicho postulado teórico sostiene una interpretación radical del poder constituyente del “pueblo” (reconoce un derecho del “pueblo” a ser consultado y a decidir sobre todos los asuntos públicos), una critíca al carácter contramayoritario y elitista del poder judicial, se basa en una nueva epistemología rupturista del pensamiento colonial occidental y parte de una concepción minimalista y amoral del Estado de derecho que le permite justificar su relativización. La iniciativa de reforma judicial está impregnada de estos aspectos teóricos, los cuales se encuentran en línea de confrontación con los postulados liberales.

La reforma judicial parte de la crítica a la democracia liberal representativa, a la que considera elitista, excluyente, aristocrática y oligárquica y encuentra sus orígenes en las tesis de la democracia radical de autores como Castoriadis o Lefort. Se alimenta en la necesidad de construir una alternativa contragemónica a la socialdemocracia que ha acompañado la hegemonía del neoliberalismo, a la que consideran insuficiente para alcanzar el ideal democrático. Autores como Canovan, Laclau, Mouffé o De Souza Santos, han desarrollado trabajos en los últimos años que han contribuido a integrar el bagaje conceptual y doctrinal de esta teoría del neopopulismo. Estos autores no sólo han analizado el fenómeno del populismo para identificar sus características y alcances, sino que lo han promovido como un fenómeno favorable para la democracia, porque consideran que viene a paliar la crisis de exclusión y coadyuva a recuperar el espacio político que ha sido cooptado dentro del neoliberalismo por los intereses corporativos y por las élites del poder a espaldas de la ciudadanía. Esta teoría es la que ha servido de base a movimientos populistas emergentes en Latinoamérica y en España.

La reforma judicial está confrontando dos proyectos de democracia. Para el liberalismo, la voluntad política del “pueblo” se manifiesta periódicamente a través de procesos electorales, y el poder judicial es parte del entramado de contrapesos necesarios para garantizar libertades y derechos; mientras tanto, en la lógica democrática del populismo, la voluntad popular tiene un valor supremo, debe manifestrase en todo momento, y ningún poder contramayoritario como el judicial puede estar por encima de ella. El debate teórico político tendría que analizar las dos visiones de la democracia en juego sin prejuicios morales; pero, ¿es eso posible? Es complicado. Por una parte, el liberalismo siempre ha expresado dudas e inquietudes sobre el exceso de participación popular -ahí están los argumentos de Sieyés, Burke o los federalistas en los procesos constituyentes de las constituciones liberales modernas-, pero ahora las expresa con más fuerza en reacción a las emergentes olas de populismo, destacando los argumentos de Sartori, Dahl o Przeworski. Por su parte, las críticas desde el liberalismo suelen ser desacalificadas a priori por la teoría del populismo, por considerar que parten de una visón sesgada y de prejuiciosos posicionamientos epistemológicos. Primeramente, por el aire de superioridad moral del liberalismo, al que acusan de cierto tufo triunfalista, y de limitar la posibilidad de hacer teoría política fuera de dicho “círculo de comprensión”. En el mismo tenor, cuestionan cierto “etnocentrismo” o “europeísmo” de las tesis liberales, lo que les ha llevado a desestimar a “los otros” no occidentales, y a percibir la heterogeneidad y diversidad en términos “anómalos” y conflictivos.

Estas descalificaciones a priori generan un clima de tensión entre ambas trincheras, justo lo que ha estado presente en la arena pública reciente. En ese afán de ambos polos de imponer su supuesta superioridad moral, el debate teórico se polariza y entrampa. Esto hace que la estrategia de defensa del statu quo del poder judicial en el ámbito teórico esté condenado al fracaso. La mayoría electoral, que triunfó bajo postulados criticos del liberalismo, considera que tiene el bagaje teórico suficiente para no modificar su propuesta. De tal suerte que, quienes defienden el statu quo del poder judicial, tendrían que virar su estrategia. Pretender ganar en el ámbito teórico puede ser estéril en vista de lo expuesto. Su lucha tendría que concentrarse en la discusión de los posibles efectos o complicaciones más bien prácticas de la materialización de la reforma, (en los altos costos o dificultades logísticas de organizar la elección de todos los jueces y magistrados del país, por ejemplo). Quizás en ese terreno haya algo de luz.

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