En la víspera del primer debate entre las candidatas y el candidato a la Presidencia de la República, cabe preguntarnos si estos ejercicios son realmente el esperado catalizador del voto informado que muchos suponen, o si éstos se han convertido en la hegemonía del “infopocalipsis” del que habla el académico informático Aviv Ovadya, esto es, en escenarios donde predenomina el “fallo catastrófico del mercado de las ideas”, en los que “nadie se cree nada y todos creen las mentiras”. Por supuesto que sabemos que los debates importan, pues durante las campañas los candidatos o candidatas realizan mítines, fijan publicidad, conceden entrevistas y se promocionan en breves spots de radio y TV, pero ello tiene poca riqueza informativa porque ahí sólo nos dan a conocer lo que quieren que sepamos de ellos. En cambio, es en los debates donde los electores tienen la oportunidad de que la información sobre los candidatos y sus propuestas pueda ser verificada mediante el contraste natural entre ellos. No obstante, tras observar la inercia de los debates en los últimos años, surge la inquietud de si estos ejercicios nutren realmente al electorado indeciso del conocimiento suficiente sobre los contendientes y sus propuestas o, si predominan en ellos las realidades alternativas producto de las estrategias políticas.
De entrada, los formatos de los debates en México suelen propiciar un déficit informativo porque generalmente se desarrollan bajo modelos acartonados, demasiado cuidados y sin privilegiar el interés de las audiencias. Suelen establecerse tiempos fijos muy amplios y con poca posibilidad de réplica, con poca confrontación de ideas o de examen de propuestas. Muchos son monólogos donde no vemos a los candidatos teniendo que responder a las preguntas de los moderadores o de sus contrapartes. En algunos se llega al absurdo que los moderadores le tienen que preguntar a los candidatos si quieren responder a sus preguntas. Pero, independientemente de los formatos, las estrategias que suelen utilizar candidatos y candidatas es lo que reduce la posibilidad de que los debates se conviertan en auténticos espacios de deliberación racional. Unos y otros suelen acudir a los debates a ofrecer el “cielo y la tierra” sabiendo que no tienen nada que perder. Los formatos permiten a los participantes hacer aseveraciones, prometer e incumplir, sin costo alguno.
Es una constante que se digan mentiras o cuestiones imposibles de cumplir, como cuando algunos han ofrecido aplicar la pena de muerte, aun cuando ello obligaría al desconocimiento de tratados internacionales; o la promoción de aumentos generalizados de salarios, que ni el Congreso ni el gobierno pueden ordenar. Por supuesto que no podemos afirmar que haya desaparecido la deliberación racional en los debates políticos mexicanos, pero tampoco están ausentes importantes amenazas a nuestra capacidad para entendernos. Basta verlos para percatarnos que por estrategia el objetivo de los participantes es apabullar al contrario, arrinconarlo con armas destinadas a mostrar su superioridad expresiva y de talante, no la de sus argumentos respectivos.
La comunicación política que predomina en los debates es hoy un inmenso laboratorio cada vez más en manos de psicólogos cognitivos y del comportamiento, y expertos en gestión de las emociones y de la imagen. Los analistas políticos somos meros comparsas de esta realidad creada. En ella, lo que importa es el cómo se dicen las cosas, no el qué se dice. Las ideas requieren tiempo para ser digeridas, en cambio las sensaciones son inmediatas. Por eso el discurso se llena de eso que Homero calificaría como “aladas palabras”, aquellas cuya función reside sobre todo en tener una repercusión sobre el oyente; lo que importa es su efecto, no su contenido intrínseco. Son las que vuelan directas al interior del estómago o el corazón del espectador.
Los candidatos y candidatas actúan y se presentan de esta manera a los debates porque hay un mercado del espectáculo que manda en la política de hoy. En nuestra cultura mediática la atención es directamente proporcional a la intensidad de la desavenencia. Solo el disenso produce espectáculo, aunque en el proceso desaparezca la información precisa y confiable. El bombardeo de visiones antagónicas o discordantes sobre lo que sea verdadero acaba degenerando en la aceptación de aquella visión que encaja con lo que se siente que es real o es emitida por los nuestros. A la disputa ideológica la ha sucedido así la disputa por construir realidad.
Lo que hay que plantearse es el efecto que esto tiene para la confianza en la política: si todos acusan al otro de mentir, ¿en quién podemos confiar? Frente a esta realidad, el compromiso democrático nos obliga a invertir mucho más tiempo y esfuerzo para ver no solamente los debates, sino tambien los postdebates, donde pudieran generarse mejores escenarios de oportunidad para mitigar los sesgos informativos de los debates, como diría el propio Aviv Ovadya, quien es investigador en la Universidad de Columbia y quien ha trabajado en la búsqueda de estrategias para atajar los problemas de desinformación presentes en las nuevas tecnologías. En sus palabras, hay que generar estrategias, aún a sabiendas que nada de todo esto funcionará a la perfección, pues frente a los dilemas informativos de la época no hay una solución única y maravillosa.