Se sigue hablando de la urgencia de reformas electorales en nuestro país. Sin embargo, hasta ahora no hay mucha claridad sobre cuáles son los grandes acuerdos y consensos que deban ser replanteados para mejorar la calidad de nuestras elecciones y no involucionar. Quizá esté haciendo falta para para no perder el rumbo de la discusión política y la agenda legislativa, un slogan como el que en su momento generó y popularizó James Carville, entonces asesor de Bill Clinton, para recordar la centralidad del tema económico en las elecciones presidenciales de 1992 en Estados Unidos. Generar una especie de “Es la economía, estúpido”, implicaría un esfuerzo mental por identificar el norte en medio de la vorágine y el ruido político cotidiano, que tendría que llevarnos a reconocer que antes de abordar los entuertos del diseño institucional electoral mexicano, tendríamos que hacernos cargo de un problema que es previo y urgente: la presencia del Estado en muchas regiones del país para asegurar condiciones de gobernabilidad y seguridad que hagan posible la realización de elecciones libres.

En efecto, antes de tratar de resolver el mejoramiento de la calidad de nuestras elecciones, tendríamos que atender la debilidad o ausencia del Estado frente a diversos poderes fácticos en muchas regiones del país, que amenazan no solamente la integridad sino la realización misma de elecciones. A la idea del slogan de Carville, lo que se requiere es no desviarnos de lo importante. Para que las elecciones sean posibles, primero tienen que haber condiciones para poder instalar casillas, para poder capacitar a las y los funcionarios de las mismas, para que quienes estén en campaña o realicen funciones de organización electoral puedan realizar sus actividades sin que su vida este en peligro, y para que el electorado pueda salir a votar en paz y sin temor. Lamentablemente, estas premisas que muchas veces damos por supuestas, no están presentes en muchas regiones del país, y esta situación no se resuelve con reformas electorales, ni es un asunto de un gobierno en particular o de un partido político.

La organización de comicios requiere que exista una autoridad estatal que no sea desafiada por personas o grupos organizados. Un Estado capaz de hacer valer su presencia, consolidada como autoridad legítima y legal, para que los grupos de personas participantes tengan claridad de que hay un Estado de Derecho que se respeta y que no se puede violentar, so pena de las consecuencias correspondientes. Un Estado que juzgue y castigue a quienes infringen las reglas y, más que nada, evite que los problemas se acrecienten. En teoría, eso está claro. Pero la práctica difiere mucho de esas nociones.

Cuando de los tres elementos constitutivos del Estado, como entidad jurídico política, que son el territorio, la población y el poder o soberanía, falla este último, es evidente que el Estado no existe, o es débil. Y eso sucede en muchos territorios del país, situación que impacta sobre todo en la organización de comicios municipales, en donde la debilidad del Estado para cumplir con sus funciones básicas, de hacer cumplir la ley y de proporcionar protección y seguridad a la población, han llevado a un sinnúmero de elecciones anuladas o imposibles de realizar. Baste señalar que derivado de actos de violencia, ajenos a la organización de las elecciones, que desataron violaciones a los principios de imparcialidad y de certeza, a la libertad del sufragio, que impidieron que se celebraran las jornadas electorales, que se realizaran cómputos o que se instalara el porcentaje de casillas mínimo requerido, se declaró la nulidad de dieciocho elecciones municipales en los comicios de 2018, y en las recientes elecciones de 2021 fueron 28 las que fueron anuladas por graves condiciones de violencia e inseguridad, a lo que habría que añadir más de 300 Casillas que no fueron instaladas por situaciones de conflictividad e inseguridad.

En esas regiones se podría hablar de una ausencia del Estado, por omisión, pues existe falta de acción e incapacidad del mismo como garante de la ley, lo cual genera espacios vacíos de autoridad y Estado de derecho, que aprovechan los grupos políticos en disputa del poder político para actuar al margen de la ley sin consecuencia alguna. En esos territorios, reina la irresponsabilidad y la arbitrariedad, la policía y el Ministerio Público no actúan oportunamente, por lo que es muy fácil que cualquier persona o grupo organizado desafíe al Estado, tome la justicia en sus manos y empiece a hacer su propia versión de la ley.

La Fundación Kofi Annan ha afirmado que la violencia criminal plantea una seria amenaza a las instituciones democráticas, y diversas agencias de observación electoral han acreditado que la principal amenaza a la integridad de las elecciones, se encuentra justamente en la presencia de poderes fácticos que están desafiando permanentemente al Estado mexicano. Sin duda, en nuestro país hay señales de alerta que indican que la democracia está bajo el asedio de grupos que operan sin escrúpulos de manera ilegal, tal y como queda acreditado en el sexto Informe de Violencia Política en México de Etellekt Consultores, donde se presentan evidencias de amenazas y agresiones que atentaron contra la integridad y vida de candidatas y candidatos, pero también contra los derechos políticos de miles de ciudadanas y ciudadanos en el reciente proceso electoral 2020-2021.

Esta situación ya fue acreditada jurisdiccionalmente al menos en el pasado Proceso Electoral Local de Michoacán. La Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) advirtió en el SUP-JRC-116/2021 y acumulados que se presentaron hechos de intimidación y presión al electorado en cuatro municipios del Distrito Local 22: Múgica, Gabriel Zamora, La Huacana y Nuevo Urecho. Tal y como se reconoce en la sentencia, en la elección a la gubernatura de Michoacán existieron “ actos de intimidación y presión consistentes en Nulidad de la votación de los cuatro municipios, pues los actos violentos focalizados en esos cuatro municipios generaron miedo en la población, inhibiendo la autonomía de las personas, generando un influjo contrario a la libertad del voto ”. La suma de evidencias indiciarias llevó a concluir que ahí se quebrantó uno de los principios fundamentales de cualquier proceso electoral, que es la libertad del sufragio.

Ahí está la asignatura pendiente para los próximos procesos electorales. Independientemente de reformas electorales, la coyuntura requiere que el Estado mexicano recupere presencia y haga valer sus atribuciones en materia de seguridad y gobernabilidad en esos territorios. Que las autoridades actúen para sancionar y prevenir actos que ponen en riesgo la vida e integridad de las personas, o afecten el desarrollo libre y pacífico de los procesos comiciales. Pero a diferencia de lo ordenado por el TEPJF en la SUP-JRC-116/2021 y acumulados, la responsabilidad de promover y coordinar estos esfuerzos no puede recaer en el INE y en los Organismos Públicos Locales Electorales (OPL), simplemente porque no son gobierno, y las instancias de seguridad no son dependientes de ellas. Estos desafíos rebasan la competencia de la autoridad electoral, pues la formulación de políticas públicas, de mecanismos de prevención y, en su caso de protección, son obligaciones y atribuciones exclusivas de las autoridades de los gobiernos federal, estatales y municipales.

La política electoral nacional para prevenir factores de riesgo de violencia electoral que mandató el TEPJF, requiere de habilidades, perfiles, competencias y recursos que no están presentes en las instituciones electorales. Éstas deben participar en las mesas de seguridad, contribuir con intercambio de información, pero es responsabilidad del Estado a través de sus áreas de seguridad, gobierno e inteligencia encabezar estas políticas. Son estas agencias de gobierno quienes tienen la expertise y la infraestructura para diseñar mapas de riesgo y ejecutar acciones de prevención y sanción como lo demanda una política de esta envergadura.

Mucho de lo que hay que hacer está en el ámbito de una mayor y mejor cooperación interinstitucional que permitan una mejor capacidad operativa, pero también con voluntad política. En diversas ocasiones la ausencia del Estado está ligada al cálculo de la clase política de no asumir los costos electorales de hacer valer la fuerza del Estado. Pero el Estado mexicano tiene la obligación de atender las “ razones ” que justifican su actuación y reclaman su omisión frente a la amenaza de poderes fácticos.

En buena medida la falta de actuación es consecuencia de la histórica asociación al mal de las “razones de estado”. Como diría mi querido maestro Rafael del Águila, quien fuera uno de los grandes intérpretes contemporáneos de la teoría política de Maquiavelo, en esta época post moderna predomina el “pensamiento impecable” que demanda de seguridad, libertad individual y prosperidad económica sin coste alguno, de derechos sin deberes. En la sociedad actual se piensa que todos los fines y valores siempre son conciliables, que hay una profunda armonía del mundo político, se rechazan las tensiones, los dilemas o las escisiones que constituyen el quehacer político y se niega a enfrentarse con esa “senda del mal”, que implica hacer valer la fuerza del Estado en determinados momentos. En ese afán de cerrar la “herida maquiaveliana”, para restablecer la deseada armonía en el mundo político, se privilegian los abrazos, se buscan rutas que impliquen el menor costo y desgaste posible.

Lo cierto es que en la realidad no existe la perfecta armonía de todos los valores, incluidos la justicia y la seguridad, por lo que en muchas ocasiones los políticos se ven obligados a tomar decisiones, con los costos que esto genera. La política no puede dejar de atender a las contingencias de lo real, marcadas por los conflictos de interés y el pluralismo de valores. En el lenguaje de Max Weber es la victoria de la “ética de la responsabilidad” sobre la “ética de la convicción”. El político debe tener el coraje, la virtud, diría Maquiavelo, de hacer lo que deba hacer para conservar la seguridad de las personas, el orden público, la vigencia de las leyes y de las reglas. Negarse a actuar así́, por temor a que se interprete como represión, es abdicar a la responsabilidad constitucional del Estado a brindar seguridad y protección para el ejercicio de los derechos políticos de las personas, en detrimento del propio proyecto democrático.

Por supuesto que no se trata de darle un cheque en blanco a los gobiernos para que hagan lo que quieran. Ni el propio Maquiavelo planteaba semejante aseveración. A la idea de Elías Díaz, se trata de aceptar la razón de Estado en cuanto proceso de racionalización del Estado, pero no en cuanto supone ausencia de límites en su actuación. El único Estado que merece obediencia es el Estado constitucional, por lo que la presencia del Estado en los territorios donde se ha debilitado, tendría que sujetarse a los límites que la propia Constitución establece, sin que eso inhiba su actuación y responsabilidad.

La política es necesariamente un poder ordenador y asegurador de la paz y del derecho. Pero solo puede hacerlo mediante poder y disciplina. El Estado mexicano se ha venido fortaleciendo en los últimos años frente a poderes fácticos, como el de los medios de comunicación o el empresarial, pero debe acelerar la ruta hacia su presencia en diversos territorios donde intereses facticos están imposibilitando la viabilidad de las elecciones como mecanismo para que solamente la ciudadanía defina a quienes habrán de representarlos.

Ya sabemos que el itinerario para la consolidación de las democracias suele ser accidentado, por ello es imperioso no perder el rumbo. En este momento la prioridad en la agenda electoral está en evitar que reine la anomia en muchas regiones del país. Si los poderes del Estado, en sus tres niveles de gobierno, abdican a su responsabilidad de tomar las decisiones que la Carta Magna prevé y autoriza, la situación continuará agravándose y, paralelamente, existirá el riesgo de consecuencias más desagradables.

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