La discusión y decisión final sobre la constitucionalidad de la Consulta propuesta por el Presidente de la República sobre el juicio a los últimos expresidentes de México resultó altamente controversial, polarizó de tal manera las posiciones que cada extremo ha visto en la resolución de la Corte justo lo que quiere ver. Lo cierto es que, al menos en el discurso, las ministras y los ministros superaron la controversia sobre la materia, pues al haber reformulado la pregunta superaron el escollo de someter a consulta la procuración e impartición de justicia. Pero superada su constitucionalidad, sin duda persistirá el debate sobre la legitimidad de la Consulta. En esta parte hay que hacerse cargo de lo político, no en términos de lo que conviene a unos u otros en términos de rentabilidad electoral, sino en términos normativos. Es decir, desde lo que “debería ser” en clave democrática. Al respecto, hay que recordar que el Presidente ha justificado su propuesta en función de haber realizado una promesa en campaña, enjuiciar a los presidentes del “periodo neoliberal” por los presuntos delitos cometidos durante su gestión, y su interés de que ahora en el ejercicio del cargo, sea el electorado quien decida si esa promesa debe de cumplirse o no. El dilema se genera porque ya en el ejercicio del cargo matizó su discurso en diversas ocasiones, asegurando que no perseguiría a los expresidentes del país, con el argumento de que su fuerte “no es la venganza”. Muchos de sus votantes reclamaron esta decisión al grado de recabar firmas de apoyo en la plataforma www.change.org para exigir que cumpla su promesa de campaña. Estamos pues, frente a un clásico dilema de la teoría de la democracia representativa: ¿Se vale romper promesas electorales? ¿Es válido hacerlo al margen de quienes establecieron su mandato en las urnas? ¿Hacerlo tiene consecuencias en términos democráticos?

Decía Bernard Shaw que la política es el paraíso de los charlatanes, y dolorosamente debemos aceptar que aunque no todos los políticos lo sean, cierto es que al aperturar la lucha por el poder, la política democrática genera el escenario propicio para que se presenten políticos capaces y dispuestos a todo con tal de obtener el voto popular. Bajo este escenario, es común que los políticos se comporten como una suerte de charlatanes que pueden prometer e incumplir sin costo alguno. Que presenten programas, proyectos o propuestas durante sus campañas que en el ejercicio de gobierno no se sienten obligados a cumplirlas. Que incumplan sin que se les caiga la cara de vergüenza, al grado que cada vez es más recurrente que los gobernantes apliquen programas diametralmente opuestos a los prometidos en campaña, convirtiéndose en gobiernos camaleónicos, tensando aun más la relación entre el ejercicio del poder de los gobernantes y la voluntad de los ciudadanos.

Derivado de esta situación, cada vez son más frecuentes los reclamos de una ciudadanía incrédula y defraudada. Esto no tendría que suceder. Recordemos que a pesar que las democracias representativas no cuentan con ninguna institución que asegure el cumplimiento de promesas electorales (los mandatos imperativos están prohibidos), la responsabilidad política de los gobernantes democráticos tendría que presentarse, una vez que los ciudadanos pueden juzgar su historial retrospectivamente en el momento de las elecciones y castigarlos o recompensarlos como consecuencia del cumplimiento o no a lo ofertado en campaña (accountability). El problema se genera porque este ejercicio de ajuste de cuentas se presenta en intervalos muy dilatados en el tiempo, produciendo un claro vacío de control entre elección y elección, aunado a que algunos sistemas como el mexicano restringen la posibilidad de que los políticos puedan volver a postularse para el mismo cargo, en el caso del Presidente de la República y los gobernadores. Bajo las reglas actuales, los políticos saben que una vez electos, no estarán obligados a cumplir las promesas que formularon, por lo que no se limitan en hacer ofrecimientos estériles, imposibles de lograr. Nada puede garantizarle al ciudadano que las medidas programáticas de los candidatos van a ser cumplidas, ni que sus políticos, en quien estadísticamente no confían, asumirán sus responsabilidades una vez que prueben el poder con todo su aderezo de privilegios.

Las consecuencias de esta situación, como la pérdida de valor de los programas y compromisos electorales, la marginación de los ciudadanos de los procesos de rendición de cuentas, la inexistencia de mecanismos de control ciudadano frente al desempeño gubernamental, incluyendo la imposibilidad de actuar frente a la falta de cumplimiento de las propuestas electorales, incrementa la crisis de confianza en la democracia. Cuando los ciudadanos saben que su único medio de control (el voto) no funciona para sancionar el incumplimiento de sus políticos, y que tampoco cuentan con la posibilidad legal de llevar a cabo una evaluación concurrente al desempeño gubernamental, se produce un inevitable sentimiento de frustración y decepción hacia las instituciones democráticas. Esto resulta lamentable puesto que, como se sabe, la relación entre confianza y democracia ha sido extensamente señalada por una larga tradición cuyos orígenes se remontan a la obra de Alexis de Tocqueville, Montesquieu o Madison. ¿Pueden las democracias sobrevivir en estas condiciones? Desde luego que no, de ahí que sea justificable explorar mecanismos que coadyuven al rescate de la confianza y la esperanza en el proyecto democrático, y es en esa lógica política que tendría que valorarse la Consulta que planteó el Presidente, que validó la SCJN y habrá de organizar el INE el próximo año.

Los grupos políticos no son indiferentes a este problema, de ahí que hayamos sido testigos que en campañas recientes algunos candidatos han recurrido a la firma de notarios públicos para lograr credibilidad en sus compromisos; El más conocido es Enrique Peña Nieto en su campaña a gobernador del Estado de México y a la presidencia de la Repúplica, con su frase publicitaria “Te lo firmo y te lo cumplo”. Sin embargo, este instrumento no resulta suficiente, puesto que el fedatario público sólo certifica que un político se compromete a realizar determinados actos de gobierno, pero no puede asegurar su cumplimiento, ni mucho menos sancionar su incumplimiento. El propio Peña Nieto incumplió llevar a juicio a su antecesor Arturo Montiel Rojas. Eso que firmó, no lo cumplió. Con el mismo objetivo, los políticos también suelen buscar la certificación moral del cumplimiento de sus compromisos, utilizando la participación de personajes que gocen de gran credibilidad ante la ciudadanía para que avalen sus ofertas, como lo hizo el expresidente del gobierno español José Luis Rodríguez Zapatero. Empero, estas “auditorías morales” tampoco le brindan al ciudadano ninguna certeza de responsabilidad y tampoco lo involucran en el proceso. Del otro lado de la moneda, en diversas ocasiones los ciudadanos han tomado la iniciativa de sancionar el incumplimiento de sus representantes, ya sea forzando las capacidades o atributos de los canales existentes y utilizando canales informales al margen de las instituciones (toma de alcaldías, por ejemplo), o utilizando vías informales que no buscan alterar el orden para lograr su objetivo, como la plataforma Respolis (Plataforma por la Responsabilidad Política) en Catalunya. Aunque dichas iniciativas tienen un gran mérito son limitadas, puesto que tampoco le garantizan a los ciudadanos el debido control de la situación.

Por lo tanto, no cualquier propuesta responde cabalmente a las expectativas del desafío democrático. ¿Cuál es el status normativo de los políticos o gobiernos que cambian su política después de tomar posesión del poder? ¿se les debe prohibir hacerlo? ¿Por qué no se evalúa periódicamente –por ejemplo, anualmente– el desempeño de nuestros gobernantes respecto al cumplimiento de compromisos de campaña pactados por medio de indicadores de productividad y eficiencia? ¿Cómo y quién debe realizar el control y la fiscalización sobre la actuación de los políticos electos? ¿A qué tipo de controles ex ante y ex post pudiera someterse a los gobernantes cuando replantean sus compromisos originales? ¿Cuáles deberían ser los grados de control sobre la aplicación del programa electoral? ¿Será verdad, como afirmaba Rousseau del elector, que sólo se es libre en el momento de depositar el voto en la urna? Los cuestionamientos anteriores, son propios del ámbito normativo, que es donde se discuten las preocupaciones centrales de las democracias contemporáneas. Desde esa perspectiva, es normal que los políticos encuentren razones para incumplir ya en el gobierno sus promesas originales, pero se justifica involucrar de manera institucionalizada a los ciudadanos en dicha decisión para evitar el debilitamiento de la democracia misma.

Esta es la vía utilizada en países como Ecuador, Perú o Colombia, para decidir la suerte de los gobiernos municipales ante el posible incumplimiento de compromisos electorales (plan o programa de trabajo). Se parte de la tesis que en el rompimiento de compromisos electorales, los electores deben ser los únicos jueces. Su eventual consentimiento posee una cualidad cuasi-redentora, como ejemplifica la experiencia sudamericana. Su involucramiento debe darse a través de mecanismos formales de participación como la Consulta establecida en la propia Constitución. Su utilización para valorar la pertinencia de mantener determinados compromisos de campaña ya se ha presentado en algunas democracias. Recordemos que cuando era presidente de España, Felipe González convocó a un referéndum en 1986 para someter a los ciudadanos la salida de su país de la OTAN, compromiso fundamental en su campaña. Los socialistas argumentaron antes de las elecciones de 1982 que sostener a España en la OTAN incrementaría las tensiones internacionales, llevaría costos sin beneficios al país, que no proveería protección contra sus propios desafíos de seguridad, entre otras consecuencias. Pero ya en el gobierno González percibió que los riesgos de salirse de la OTAN eran mayúsculos, pero el costo político de romper un compromiso electoral pudiera ser mayor. Por ello, en el Parlamento, González se comprometió a convocar a un referéndum. González logró su objetivo de que fuera el pueblo quien decidiera si rompía o no su promesa de campaña, aunque con ello no dejó de pagar costos políticos, entre ellos que uno de sus fieles seguidores y paisano el cantautor Joaquín Sabina, quien junto a Javier Krahe le compusieran la parodia Cuervo Ingenuo que concentraba el sentir de aquellos quienes se sintieron traicionados con la decisión: “¡Tú decir que si te votan! ¡Tú sacarnos de la OTAN! ¡Tú convencer mucha gente! ¡Tú ganar gran elección! ¡Ahora tú mandar nación! ¡Ahora tú ser presidente! ¡Hoy decir que es alianza! ¡Ser de toda confianza! ¡Incluso muy conveniente! ¡Lo que antes ser muy mal! ¡Permanecer todo igual! ¡Y hoy resultar excelente! hombre blanco hablar con lengua de serpiente! hombre blanco hablar con lengua de serpiente”.

En cuanto al caso mexicano, está muy lejos de ser un país en donde los políticos mantengan sus promesas y sean congruentes. Más bien se aproxima a un modelo en donde muchas veces la desviación entre las promesas y programas electorales y las ejecutorias una vez alcanzado el gobierno, suelen ser abismales. Donde no importan el desprestigio del político ni su pérdida de autoridad moral derivada de sus incongruencias e incumplimientos. Parece que nuestra clase política del siglo XXI, al emerger de un proceso de transición con respecto del pasado régimen autoritario, estuviera convencida de que el bono democrático (de las elecciones) les da la suficiente legitimidad para hacer lo que quieran. Por ello, la única manera de evitar tropezar nuevamente con la misma piedra, y continuar dañando el delicado tejido de la confianza ciudadana en el ejercicio de la política y en la viabilidad de la democracia, es que depositemos nuestra esperanza en las instituciones y no en las personas. De ahí la relevancia que la Consulta esté reconocida constitucionalmente, y que la SCJN la haya validado para que puedan ser los electores quienes se pronuncien sobre posibles replanteamientos de compromisos originales de campaña.

Finalmente, cabe advertir que al tratarse de una discusión normativa, este y cualquier planteamiento nunca estará exento de tensiones, ni de discusión teórica. La consulta es una propuesta normativa que en último término presupone una determinada concepción de la democracia, la participativa, desde un enfoque Marshalliano, de que no hay democracia sin una activa y constante implicación de los ciudadanos en la vida política, y que se separa de la visión Schumpeteriana de la democracia, que reza que el pueblo suele ser convocado cada cuanto por la ley para que la dote de funcionarios y no para regirse por su voluntad, disolviéndose como tal en el mismo momento en que deposita su voto en las urnas. Como ya se dijo, en contextos como el mexicano, las garantías de cumplimiento de las promesas de campaña resultan fundamentales, en aras no solamente de robustecer la confianza ciudadana en la democracia, sino del empoderamiento ciudadano mismo, y esa ventana de oportunidad es la que sea abre con la resolución de la Corte. Lo anterior resulta fundamental, pues en un momento en el que la imagen de la política está en crisis, en un momento en que la valoración de la política y de los políticos es muy baja, en una época en que los conceptos de política y políticos se relacionan fundamentalmente con el descrédito, una propuesta de esta naturaleza debe verse con esperanza.

Doctor en Teoría Política y autor del libro “Políticos incumplidos y la esperanza del control democrático” (Fontamara, 2011).

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