En muchos momentos en que la confrontación política era un continuum, Andrés Manuel López Obrador, ora como aspirante, ora como candidato, llamó reiteradamente a serenar el país, lo que se entendía como abandonar la pugnacidad, abrazar la concordia, la unidad y buscar objetivos comunes para el bien de todos. Hoy, esa necesidad es un imperativo y él es el único que puede hacerla realidad.
El punto de partida que tiene para ello, y que eventualmente lo llevaría a cobrar estatura de estadista y trascender a la Historia, como es su más ferviente deseo, es admitir que, como humano, puede cometer errores y que está dispuesto a rectificar. Para nadie es humillante reconocer un yerro.
Sobre esa base, el diálogo, el reconocimiento del otro, la aceptación de la opinión y la crítica fundadas, presentadas ex bona fide (de buena fe), que son siempre constructivas, sería posible resolver los problemas más graves que envuelven a México. El clima de armonía derivable de ese ejercicio, beneficiaría a todos en todo.
Porque, ¿qué ciudadano no quiere que cese el oleaje de sangre y que se genere un ambiente de seguridad, paz y garantías para desarrollar sus actividades, y cuántos no están dispuestos a aportar a eso?
¿Cuántos, entre los pocos que seguramente se oponen, no desean que haya menos corrupción y que, los recursos de ese fenómeno se destinen al mejoramiento de la vida colectiva?
¿Cuántos no anhelan y pugnan porque rija la ley y se aplique sin distingos para cercenar el cáncer de la impunidad que, en tanto se mantiene, recrea todo tipo de delitos?
¿Quién no quiere una economía más dinámica que permita vivir mejor, teniendo los satisfactores necesarios e incluso más?
En esas líneas, esencialmente, descansó el ofrecimiento de AMLO como candidato presidencial; con esa esperanza, más de 30 millones de electores votaron por él. Es en eso, entonces, en lo que debe ocuparse y no perder el tiempo en asuntos que podría resolver rápidamente, reeditándolos cada mañana.
Para algunos analistas, la administración AMLO no ha convertido sus promesas en hechos y unos y otros esgrimen razones. Él tiene el deber de exhibirlas; aquellos, el derecho de analizarlas y en un marco de libertad inalienable.
Inclinarse por esa práctica, reclama el apego a premisas básicas de la democracia; escuchar, dialogar, mirando a consensuar, es básico. Quienes están más obligados a hacerlo, son los gobernantes. Quienes no son demócratas, así se asuman como tales, no sólo no lo son, sino que se evidencian como autócratas.
Dadas las radicales diferencias que se han dado últimamente entre el gobierno y la prensa, en que se ha rebajado la institución, la imagen, la figura y la investidura presidencial, es imprescindible serenar los ánimos. La prudencia es la mejor respuesta que se puede dar en esos momentos, máxime por un gobernante.
Por la responsabilidad que pesa sobre sus espaldas y los compromisos que tiene con el país, el presidente está irrecusablemente obligado a mostrar esa virtud, pues como dice Aristóteles, los hombres prudentes son capaces –y tienen la obligación– de ver lo que es bueno para ellos y para quienes gobiernan.
Con su popularidad, la fuerza y el imán que tiene para mover a las masas, un llamado suyo a la serenidad sería inmediatamente escuchado; y con su disposición al entendimiento con todos, empezaría a construir sólidamente el legado político que le daría viabilidad a su ideal transformador.
SOTTO VOCE
La exigencia de justicia para los periodistas caídos, y de protección para los que siguen en la profesión, debe tener una respuesta…
@mariobeteta