Cuando los costarricenses me hon-raron haciéndome presidente por segunda vez, en 2006, lo primero que hicimos fue enviar el Tratado sobre el Comercio de Armas (o ATT por sus siglas en inglés) para su aprobación por la Asamblea General de la ONU, una iniciativa nacida en el seno de la Fundación Arias para la Paz en la década de los 90s originalmente como un Código de Conducta sobre el comercio de armas. El texto de este tratado prohíbe la transferencia internacional de armas a Estados, grupos o individuos cuando existieran razones suficientes para creer que esas armas serían empleadas para violar los derechos humanos o el Derecho Internacional. El tratado fue aprobado por la Asamblea General de las Naciones Unidas y entró en vigencia en diciembre de 2014.
La otra iniciativa que promovimos en mi segundo gobierno fue el Consenso de Costa Rica. Se trataba de una propuesta para incentivar la reducción del gasto militar a partir de mecanismos para perdonar deudas y apoyar con recursos financieros internacionales a los países en vías de desarrollo que invirtieran cada vez más en la protección del medio ambiente, la educación y la salud y cada vez menos en armas y soldados. Lamentablemente el Consenso de Costa Rica es una idea a la cual todavía no le ha llegado su hora.
El desarme y la desmilitarización son dos ideas que me han acompañado desde hace muchas décadas. Siempre he denunciado el efecto empobrecedor que tiene para el mundo la adquisición de armas y el mantenimiento de sus ejércitos. Invertir en la industria militar es una afrenta cruel a los millones de niños que, más que balas y rifles, necesitan proteínas y carbohidratos. Si invirtiéramos en desarrollo humano una parte de los recursos que hoy se destinan a los ejércitos podríamos encontrar muchas de las soluciones a los enormes problemas que nos aquejan como especie. Con tan solo un pequeño porcentaje del gasto militar mundial se puede dar agua potable a toda la humanidad, poner luz eléctrica en todos los hogares, lograr la alfabetización universal y erradicar todas las enfermedades prevenibles. Si se dejara de comprar tan solo un avión de combate, se podrían proteger decenas de kilómetros cuadrados de bosque. Y si se dejara de pagar el salario de tan solo un soldado, se podría pagar el salario de al menos un profesor de inglés. No me refiero a la utopía de un mundo sin ejércitos, aunque Costa Rica desde 1948 demostró que la abolición de un ejército no es una utopía.
El gasto militar representa la perversión más grande de las prioridades mundiales que se conocen hasta hoy. Es una distorsión de los valores, es alimentar el vientre de los misiles y no de los niños, es pagar hordas de soldados y no de doctores y maestros.
Tal vez, cuando nos atrevamos a enfrentar el espejo y ver nuestro rostro sin velos, logremos encontrar la medicina que nos proporcione vivir en un mundo en donde los seres humanos seamos la prioridad y no el gasto militar. Ese mundo que enlaza, como hilo milenario, las ilusiones de muchas generaciones de hombres y mujeres.
Así como en la mitología griega Ariadna ayuda a Teseo a salir del laberinto del Minotauro valiéndose de un ovillo de hilo, así también, estoy seguro de que la humanidad algún día logrará salir del laberinto y volverá a poner en orden sus prioridades siguiendo el hilo que, a través de los tiempos sostuvieron hombres y mujeres desde Buda y Jesús, hasta Mahatma Gandhi, Martin Luther King y la Madre Teresa de Calcuta.
Hoy que el mundo libra una batalla contra el Covid-19 debemos tomar conciencia de que esta es una batalla que no se ganará con las armas, sino precisamente con la ausencia de armas. Ha llegado la hora de que el mundo aprenda a separar la paja del trigo y reconozca, con evidencia en mano, cuáles son los gastos que se traducen en un mejor nivel de vida para sus ciudadanos y cuáles no lo son.
Mientras las naciones del mundo han tenido que endeudarse con urgencia para enfrentar la pandemia mundial por la que estamos atravesando, no escuchamos a ningún gobierno proponer el recorte de su gasto militar para ayudar a su gente. Muchos esperaríamos que tras esta crisis los gobiernos modifiquen sus prioridades, de tal manera que se dé una verdadera metamorfosis, a fin de que se disminuya el gasto militar y se invierta más en la satisfacción de las necesidades más esenciales del ser humano.
Quiera Dios que esta lamentable tragedia que enfrentamos nos sirva de experiencia a fin de iniciar esa metamorfosis y que nos atrevamos a reprogramar nuestros valores para privilegiar la salud sobre el gasto militar; para invertir en tecnología que libere el poder creativo de nuestra población, en lugar de su poder agresivo; para combatir el virus de la intolerancia con el antivirus de la compasión; para sembrar las semillas de la paz y no el odio de la xenofobia; para despojarnos del lastre de nuestros equipos militares y calzar a nuestros niños con las sandalias aladas del conocimiento.
Cuando hayamos hecho todo esto, nuestro final será como el que Ovidio hubiera escrito: lograremos, como Julio César en el libro final de Las Metamorfosis, alcanzar la apoteosis, y ocupar nuestro legítimo lugar en medio de las estrellas.
Expresidente de Costa Rica de 1986 a 1990 y de 2006 a 2010 y ganó el Premio Nobel de la Paz 1987 por su labor para pacificar Centroamérica