Por: Lillian Briseño
Dada la coyuntura por la que pasa México y la decisión de sobre quién será el elegido para suceder al presidente López Obrador, vale la pena recordar el diálogo que se desarrolla en una de las escenas más icónicas de la novela La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán (1929).
El contexto de esta obra es el de la sucesión en el México posrevolucionario, cuando los militares acaban de ganar la guerra y muchos se sienten con los méritos suficientes para llegar al ejecutivo. En esta coyuntura, el presidente Álvaro Obregón tuvo que definir cuál de sus compañeros debía quedar al frente de la nación. La decisión tendría que tomarse entre los generales Plutarco Elías Calles y Adolfo de la Huerta.
A partir de estos hechos históricos, en la ficción de Martín Luis Guzmán los candidatos posibles del Caudillo -Obregón- son Hilario Jiménez -Calles- o Ignacio Aguirre -de la Huerta.
Al más puro estilo de los pininos del “dedazo”, la sucesión debía definirse de acuerdo con el sentir y conveniencia del Caudillo, por todo lo que ella implicaba: lealtades, protección, silencios, control, seguridad, etc. Así, en la novela se desarrolla la siguiente conversación entre el Caudillo y Aguirre, a propósito del posible favorito.
Para un mayor entendimiento de cómo las cosas no han cambiado mucho en los últimos cien años, sugiero que, al leerlo, se cambie el nombre del Caudillo por López Obrador y el de Aguirre por cualquiera de las tres corcholatas que ahora pelean por ser candidatos de Morena (Sheinbaum, Ebrard o Adán Augusto).
Una de aquellas mañanas Aguirre aprovechó la coyuntura del “acuerdo” para tener con el Caudillo la explicación que, a su juicio, ya se necesitaba.
[…] Atento sólo a los problemas políticos, dijo al Caudillo:
-Quería hablarle dos palabras a propósito del enredo electoral […]
-Lo escucho a usted -le dijo […]
-No son -continuó el joven ministro- más que dos o tres aclaraciones; las suficientes para que tanto usted como yo estemos en guardia contra la insidia de los chismosos.
-Muy bien muy bien. A ver.
-En estos días han estado a visitarme, uno tras de otro, casi todos los jefes con mando de fuerzas…
-Me lo habían dicho...
-… y los más de ellos, por no decir que absolutamente todos, me han ofrecido su apoyo para el caso de que aceptase yo mi candidatura…
-Ajá.
-Yo... –
-Sí, eso es: ¿usted qué piensa?
-Lo que usted ha de imaginarse: que ni me creo con tantos merecimientos ni tengo tampoco esa ambición...
-Muy bien… ¿Y piensa usted eso mismo? Lo importante está allí.
[…] -Si no lo pensara, mi general, no lo diría.
-¿Cómo?... Se me figura...
[…]-¡Vamos! Veo que no me entiende usted...
[…]-Lo que le pregunto, Aguirre -el Caudillo continuaba-, no es si en efecto piensa usted lo que está diciéndome. Le pregunto si piensa en efecto lo que respondió a sus partidarios. Dos cosas bien distintas. ¿O no me explico?
[…] Sí, mi general -dijo-; ahora comprendo. Pero yo le protesto a usted con la mayor franqueza, con la franqueza que usted me conoce y me ha conocido siempre, que las dos cosas que usted distinguen se reducen aquí a una sola. Hablando con mis partidarios pensaba exactamente lo que digo hoy: que ni me creo con títulos para sucederlo a usted en su puesto ni me dejo llevar de tales aspiraciones. Así lo he hecho ver a todos los generales, a quienes, debe usted creérmelo, aconsejo a cada paso, en términos claros, absolutos, que lleven su apoyo, el que a mí me ofrecen al general Jiménez.
[…]
Tras de una pausa, observó el Caudillo:
-Lo de su falta de merecimientos lo entendería mejor si en esto no interviniera para nada el general Jiménez. Porque yo bien sé que usted, acaso con motivos muy dignos de pesarse, cree superar en muchos conceptos a su contrincante. ¿Cómo explicarme entonces que la candidatura del otro le parezca más aceptable que la suya propia?
-Primero, mi general, porque es público y notorio que él sí aspira a ser presidente...
-¿Y segundo?
-Segundo, porque... porque es posible y aun probable que la benevolencia de usted lo ayude en sus deseos.
El Caudillo replicó pronto: -No sería yo, sino el pueblo...
Con esta frase se lapidaban las aspiraciones de Aguirre, y daba inicio una práctica que se mantendría hasta nuestros días: la elección del sucesor por el presidente y la simulación de que sería el pueblo quien lo elegiría vía las urnas.
A casi un siglo de este diálogo, y con algunas pocas diferencias, las cosas siguen igual en función del “tapado”. Tenemos un sistema en el que es el presidente quien elige a su sucesor, echando a andar, de paso, todo el aparato en su beneficio: corporativismo, clientelismo, la cargada, las mañaneras... Más de lo mismo; el mismo gato, pero revolcado. Gatopardismo le dicen: cambiar todo para que nada cambie.