Cada año, quien esté a cargo de la política energética nacional, da a conocer, como gran avance social de su administración, el índice nacional de electrificación. El último dato oficial, proporcionado por la CFE en su reporte anual 2021, fue de 99.08% de la población, porcentaje que sin duda es elevado.

Rosanety Barrios

 

No hay duda de que la vida cambia si en casa se puede prender un foco al caer el sol o si se tienen que utilizar velas o cualquier lámpara que queme combustible en su lugar. Pero no es suficiente. En materia social, la penetración de la energía debe medirse a través de un índice de pobreza energética, el cual, por cierto, no ha sido planteado por esta administración ni por ninguna anterior.

¿Qué es la pobreza energética? Voy a atreverme a definirla como la ausencia de servicios energéticos básicos, como son, la energía eléctrica, la posibilidad de cocinar y calentar agua con una fuente de energía distinta a la leña y el carbón (como podría ser el gas LP, o la misma electricidad), así como vivir con confort térmico en localidades en donde el frío y/o el calor son extremos.

Es, por lo tanto, un problema multidimensional, cuya solución requiere, además de una comprensión profunda, el diagnóstico adecuado y una propuesta de acciones amplia para corregirlo. De forma tal que la política pública marcará la forma y tiempos, pero sin duda debe considerar que se trata de programas de largo plazo, que implican acompañamientos a las comunidades para capacitarlas no solo en materia técnica, sino con educación financiera básica y apoyo para corregir los sesgos que una cultura machista como la nuestra siempre tiene.

Espero que, hasta aquí, quienes me favorecen con su lectura tengan una idea muy general del concepto. Ahora permítanme agregar las razones por las cuales la pobreza energética debe abordarse con perspectiva de género.

Es bien sabido que las mujeres son las responsables de la mayor parte del trabajo no remunerado (los cuidados del hogar y la familia). Esto tiene una incidencia directa en el acceso a la educación y a la vida laboral, así como en su permanencia. Cuando en una comunidad existe pobreza energética, son las mujeres las que sufren las peores consecuencias, tanto en su salud física (presencia de enfermedades respiratorias por cocinar con leña o carbón), como la salud emocional, ya que sufren de mayor ansiedad y miedo al no tener el control de los recursos financieros y la toma de decisiones familiares.

Les proporciono algunos ejemplos: si las mujeres deben invertir una buena parte de su tiempo en la recolección de la leña para cocinar, esas horas ya no podrán ser utilizadas en educación o diversión. Si se mueren de calor mientras cocinan o de frío durante las noches, su salud física se verá deteriorada. Si tampoco pueden escuchar la radio, moler con licuadora y refrigerar la comida, el círculo vicioso se cierra: hay que invertir cada vez más horas en los cuidados del hogar y familiares con un ánimo también cada vez más deteriorado, afectado por la ausencia de una solución implementable en un plazo razonable.

Como pueden ver, el reto es mayúsculo y no se resuelve atendiendo solamente al precio de la gasolina o a la presencia de un foco en casa. Es indispensable que la política energética atienda finalmente estas necesidades de la población, trace una ruta y se comprometan recursos humanos ampliamente capacitados y recursos financieros que, si son públicos solamente, seguramente serán escasos, porque siempre lo son.

Parece haber un consenso internacional sobre una relación directa entre energía renovable y género. Esto es posible debido, desde mi punto de vista, a una realidad tecnológica: la energía solar ya puede ser producida en casa y aprovechada no solo para cubrir las necesidades familiares, sino que puede utilizarse por comunidades en conjunto, lo que trae soluciones a diversos problemas, como mayor seguridad, mejor ánimo y oportunidades de realizar labores de tipo empresarial que la pobreza energética impide (bordar o tejer cuando el sol ya se metió, por ejemplo)

Para que haya comunidades energéticas sociales, el gobierno debe dejar de verse a sí mismo como el gran padre dador de vida energética y entender su rectoría bajo las reglas del siglo XXI.

Si el siguiente gobierno decide atraer de nuevo a las inversiones privadas para proyectos de grandes dimensiones, podría crear comunidades energéticas con carácter social y fortalecer el ya casi olvidado Fondo del Servicio Universal Eléctrico (FSUE), adaptando sus reglas de operación.

Los fondos del nuevo FSUE deberían dedicarse a acompañar a las comunidades desde una etapa muy temprana para dar capacitación técnica y financiera con perspectiva de género, ya que los equipos, más que regalarse, requieren de financiamiento a tasa social, al tratarse de emprendimientos que contribuyan a una transición energética justa e incluyente.

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