Por Sofía Ramírez

Hay pocas cosas tan chocantes como que alguien te diga algo que tú consideras falso. Cuando un terraplanista en redes sociales hace un video para probar su teoría, hay miles de usuarios que lo ridiculizan. A veces causa gracia porque nos parece evidente que esa persona está mal; pero nos seguimos de frente sin preguntarnos por qué una persona en pleno siglo XXI dudaría que la tierra es redonda. Tal vez ésa sea una conversación que a todas nos convendría tener ¿es una creencia religiosa? ¿Fue el tipo de educación que recibió? ¿Tiene miedo de caer al vacío?

Pongámonos del lado de la persona que está equivocada de acuerdo con la opinión mayoritaria. A nadie le deseamos ser la voz discordante en un salón lleno de personas que piensan de manera similar y que creen tener la razón. Es como decir que Dios no existe en un retiro religioso, o que defiendes el derecho a abortar en una comida familiar. Buena suerte en entablar un diálogo; lo que habrá será una condena colectiva.

Hace unos días, en un congreso de pediatras (casi todos hombres de edad mediana), uno me preguntó de dónde sacaba yo mis datos porque las mujeres empleadas en salud no ganan menos que los hombres. Más que una pregunta era un reto: frente a varios cientos de personas debía repetirles que el sexismo existe en un sector (salud y asistencia social) en el que dos tercios de las personas empleadas son mujeres.

En su pregunta, asumo, no había malicia. El médico sabía que existen lineamientos y tabuladores que garantizan igual paga para igual trayectoria y trabajo. Yo, por mi parte, sabía que los datos del INEGI (Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo) son ilustrativos de la realidad incluso con sus limitaciones estadísticas.

Yo no tenía duda de la veracidad de mi afirmación: las mujeres en posiciones directivas dentro del sector salud ganan hasta 18% menos que los hombres. La respuesta que yo creo que es la correcta no equivale a negar la veracidad de la premisa del médico. Es cierto que existen tabuladores en hospitales públicos y privados en los que se mandata que las personas en posiciones equivalentes debieran ganar lo mismo.

Pero también es cierto que hay factores determinantes en una trayectoria profesional de una mujer que impiden que igual número de mujeres lleguen a posiciones de mando. Destaca, entre esos factores, el uso del tiempo de las mujeres -médicas, enfermeras, laboratoristas, empleadas del sector salud- que dedican 3 veces más tiempo a las labores no remuneradas que los hombres ocupados en ese mismo sector. Un doctor dedica en promedio menos horas a lavar la ropa y a cocinar que una doctora.

Otro factor que acaba por obstaculizar el desarrollo laboral de las mujeres en el sector salud -y en cualquier otro- es la falta de apoyos institucionales para ejercer la paternidad con la dedicación necesaria. Los permisos de paternidad son mucho más cortos que los de maternidad, y realmente pocos padres los ejercen. Esto acaba por mermar las posibilidades de ascenso de una mujer. En los años, cuando es momento de llenar una vacante para un puesto directivo, es más probable que la chamba se la den a un doctor de reconocida trayectoria con décadas ininterrumpidas servicio, que a una doctora que fue madre de tres hijos y que ha tenido que trabajar a doble turno durante los últimos 30 años. El techo de cristal que las mujeres no logran romper se robustece con el ideal de premiar el mérito, que cotidianamente se traduce en un premio al privilegio masculino.

No es casualidad que sólo 6% de las posiciones directivas en sector salud sean mujeres, ni que dentro de una posición similar, las mujeres ganen menos: es muy probable que los propios tabuladores contemplen paga diferenciada según el perfil de quien ocupa la plaza. Un perfil que, por cierto, frecuentemente valora los años ininterrumpidos de práctica, así como premios y publicaciones médicas, que acumulan en mayor medida los hombres.

Otro gran problema del mercado laboral, y que tiene gran aceptación social, es la práctica en la cual le piden a quien está solicitando un empleo los comprobantes de sus ingresos antes de hacerle una oferta laboral. Esto no es ilegal, señalan quienes lo hacen. Es cierto, no lo es en México. Pero con ello se promueve el piso pegajoso, que sumado al techo de cristal, impide que las candidatas (o candidatos de segmentos socioeconómicos empobrecidos) puedan aspirar a mayores incrementos en sus ingresos. Es decir, merma la movilidad social.

Llevo en el corazón una decena de ejemplos que me recuerdan que mi verdad no es la única ni la más válida; que no hay una historia única y que incluso la gente que piensa diametralmente distinto a mí tiene derecho a creer y pensar lo que quiera. Quien se opone públicamente al aborto tiene derecho a su convicción; y es labor del Estado garantizarle el acceso a servicios de interrupción del embarazo a sus hijas y amigas. No así al revés: no puede haber restricción a derechos humanos consagrados en la constitución que se ciñan a las convicciones personales de algunos individuos en detrimento del derecho de todas las personas. Si alguien cree que la prohibición del aborto es lo que le permitió nacer, ésa es su historia, pero no puede obligar a que decenas de miles de mujeres y niñas sean madres.

Esto no invalida su experiencia, su historia, ni la importancia de conocer las motivaciones para su convicción. Es un hecho que necesitamos mecanismos de acompañamiento para quien decida ser madre adolescente y que ello no represente un destino en el cual abandone su formación escolar ni le impida la inserción laboral.

Juan Enríquez en su último libro (Correcto/Incorrecto, MIT PRess, 2021) sobre cómo lo que consideramos moralmente aceptable está íntimamente vinculado con el avance de la tecnología al que tenemos acceso como sociedad. Es natural que quien no tenga acceso a servicios sanitarios básicos tema por la vida de su hija embarazada.

Para quién piensa que la tolerancia encuentra su límite en la aproximación con el intolerante, como yo, también hay un espacio de reflexión: hasta qué punto es importante escuchar al contrario antes de decir o hacer algo al respecto. No se trata de permitir armas de asalto en las escuelas, ni prohibir los controles fronterizos ni promover o validar la violencia contra una persona desde el poder. Pero sí hay que escuchar al otro. ¿De dónde viene su motivación a pensar y a defender lo que defiende? ¿Es miedo, interés legítimo, o una convicción?

El pediatra que me cuestionó sobre la brecha salarial entre médicos seguramente regresará al hospital en el que trabaja a verificar que haya un tabulador que impida que las mujeres ganen menos. Con algo de suerte ese tabulador existe, pero también hablará con médicas y enfermeras, y contará cuántas mujeres hay en posiciones directivas en los hospitales y laboratorios en su ciudad.

Tal vez cambie su aproximación al tema, tal vez esté dispuesto a promover mujeres dentro de su equipo o a contratarlas en su consultorio. O tal vez no.

Me quedo con la duda de si hemos hablado suficiente de asuntos que damos por sentado o que nos generan malestar, como la paga igualitaria, las cuotas de género, o los protocolos para casos de acoso. Mi reflexión al respecto es que lo evidente para mí, no lo es para otras personas. Probablemente ese pediatra haya perdido un ascenso frente a una mujer que no tenía las mismas credenciales que él, por ser mujer dirá él, y no porque hay una acción afirmativa (una deuda histórica) para dar más oportunidades a las doctoras. Es posible que uno de sus colegas haya perdido la chamba por alguna insinuación romántica a una residente.

No lo sé. Pero sí sé que vivimos en una época de choques y discusiones, de polarización y de cancelaciones, pero también de un potencial de cambio increíble. Estamos en ello; no lo desaprovechemos.

Directora de @MexicoComoVamos

@Sofia_RamirezA

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