Las hermosas flores del ciruelo son un tema favorito en el arte chino, y en la primavera cuando la florescencia alcanza su máximo esplendor, estas flores dibujan millones de sonrisas en toda la campiña. En la ciudad de Wuhan, el florecimiento de los ciruelos históricamente ha sido un símbolo estacional, sublime y trascendente—y su flor es la flor oficial de la ciudad.

Pero hoy Wuhan es una ciudad de 11 millones de habitantes. Se ha transformado en la “Chicago de China”, enclavada en una zona habitada por humanos durante 3, 500 años. A medida que las primeras flores del ciruelo empezaban a abrirse en Wuhan en el invierno pasado, fuerzas invisibles fraguaban lo que a la postre sería la pandemia del Covid-19 de 2020. Para enero de este año, las sonrisas del ciruelo chino y de los pobladores de Wuhan se habían desvanecido.

Ahora se confirma que la ruta de transmisión del Covid-19 fue de animales a humanos, y que ese es el altísimo precio que Wuhan y el mundo están pagando por el arraigado hábito de devorar pangolines, murciélagos, serpientes, koalas, burros, civetas, perros, gatos y casi cualquier otra criatura que se mueva. Animales salvajes o domésticos que a diario son consumidos por sus supuestos beneficios curativos y sexuales, o simplemente para deleitar el paladar. Es parte de la tradición culinaria de China, que ha persistido por décadas, siglos y tal vez milenios. Una práctica que durante años ha alimentado la exorbitante demanda, comercio ilegal y consumo de muchas especies que ahora están en peligro de extinción en todo el mundo. Estilos de vida gastronómicos exóticos que hoy tienen al mundo en jaque.

Wuhan está emplazada cerca de la confluencia del Three Gorges Dam, la represa hidroeléctrica más grande de mundo; en el río Yangtzé, el más largo del continente asiático. En sus orillas viven más de 100 millones de personas. El mismo río en el que hace una década la contaminación y la mortalidad en pesquerías extinguieron al delfín de río chino. Una víctima más que entonces pasó desapercibida para el mundo.

Wuhan se ha convertido en el epicentro de una crónica de otra pandemia anunciada. La que, hoy, exactamente 100 años después, trae a la memoria recuerdos dolorosos de la peor pandemia que ha sufrido la humanidad: la influenza que entre 1918 y 1920 se calcula contagió a 500 millones de personas y pudo matar hasta a 100 millones en todo el mundo. Más recientemente, en 2003, surgió el brote de SARS que también se originó en China por un virus de la misma familia del Covid-19. En menos de un año mató a 774 personas en 29 países.

El torrente de imágenes difundidas por Internet muestra que en los mercados de Wuhan se ofertan toda clase de animales vivos, muertos o moribundos. Es la tradición de una ciudad con más de 2,000 años de historia y costumbres culinarias: gatos y perros enjaulados aterrorizados esperando ser cocinados; gallinas, gansos y patos hacinados; serpientes fileteadas a cuchillada limpia a la vista de todos y para satisfacer a los clientes más exigentes; ratas, monos y murciélagos empalados –todos al gusto, crudos o asados. Lo que al cliente se le antoje o lo que pueda pagar.

Son escenas espantosas que evocan fragmentos de El Perfume de Patrick Süskind y la extraordinaria vida de Jean-Baptiste Grenouille, mercados en los que clientes y presas flotan, juntos, en un caldo de sangre y vísceras. Lo único que se deja a la imaginación es el hedor que inunda el aire, estimula el apetito, anticipa la comilona. Clientes que, con expectación, se llevan a casa su

animal preferido en bolsas de plástico. Los preferidos de todos, a la vista de todos. Compradores que escudriñan, huelen, manosean y degustan los jugos de la vida, dejándose llevar por una multitud que va y viene, que deambula apurada, empujada por la imperiosa necesidad de comer algo exótico. Y los turistas tampoco se pierden el festín.

Y, entonces, ahora que el Covid-19 ha brincado de los animales en los mercados de Wuhan a los humanos, debemos preguntarnos: ¿Qué es lo que hacemos? Cerramos puertas y aeropuertos, confinamos ciudades y construimos muros más altos. Nos aprovechamos de esta tragedia para cerrar fronteras y evitar la entrada de inmigrantes. Ponemos en cuarentena a cruceros y continentes. Huimos de los chinos, coreanos, iraníes, italianos, españoles, franceses y alemanes. Una lista de nacionalidades que crece día a día porque el virus ya ha infectado a personas en casi 170 países. Se les prohíbe a los europeos entrar en los Estados Unidos y a los estadounidenses entrar en Guatemala. Nos estigmatizamos unos a otros, porque todos viajamos y todos somos sospechosos de portar el Covid-19. Cunde el pánico y en unos pocos días colapsan los mercados bursátiles: caen los precios del petróleo, se desploman las bolsas de todo el mundo, el dólar sube de precio en medio de una paranoia colectiva. Se habla de una recesión económica global.

La tormenta pasará, prometen nuestros presidentes y políticos. Pero lo que realmente quieren decir es que una vez hallamos superado esta crisis, intentarán que volvamos a meter nuestras cabezas en la arena. Pensarán sólo en sus elecciones y en sus votantes, y seguirán negando las evidencias que nos ofrecen los científicos. Exactamente como seguiremos manejando los impactos de nuestro insaciable apetito por los combustibles fósiles que causan el calentamiento global, derriten los polos, aumentan el nivel del mar y acidifican los océanos. Seremos igual de negligentes y displicentes como somos ahora con la devastación del Amazonas, la pérdida de biodiversidad, la contaminación de los ríos y la sobreexplotación de la pesca. Como con la crisis del sargazo en el Caribe. En todo el planeta seguiremos arrasando impunemente hábitats naturales invaluables y amenazando el futuro de los pueblos indígenas que allí viven, todo en nombre del “desarrollo” y con megaproyectos mal diseñados que sólo responden a los caprichos del gobernante insensato de turno. Y continuaremos siendo irresponsables hasta que una nueva pandemia nos amenace y tengamos otro breve momento de lucidez.

No soy apocalíptico, y confío en que las cosas no sean así. Tal vez soy demasiado ingenuo, pero todavía creo que una vez que superemos la pandemia del Covid-19 nos preguntaremos lo que es inevitable preguntarse: ¿No habremos sido necios y jugado peligrosamente con la naturaleza por demasiado tiempo? ¿No habrá llegado el momento de modificar radicalmente nuestra forma de vivir? ¿No será ahora el momento de escuchar a los expertos y hacerle caso a la ciencia? Verdaderamente espero que esta vez escuchemos la voz del aquí y el ahora, para que un día, no muy lejano, las hermosas flores del ciruelo nos sonrían de nuevo.

Finalizo con algo que en agosto del 2019:

“Las enfermedades infecciosas se transmiten entre animales silvestres o domésticos y los humanos por el aumento en la densidad poblacional, el avance de la frontera agrícola, los asentamientos humanos en zonas silvestres y el tráfico internacional de fauna. Las implicaciones para la salud humana son graves. Piense usted en el virus de la inmunodeficiencia humana y el virus mortal del Ébola que parecen haber sido transmitidos de animales silvestres a humanos y animales domésticos”.

Por favor, examinemos profundamente lo que nos puede enseñar el Covid-19. No dejemos que nuestros se conviertan en nuestros siete pecados capitales.

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